Del espacio profundo a la rutina en la Tierra

Este texto del astronauta Al Worden, que publicamos originalmente en nuestra antología ‘Regreso a la Tierra’, aparece también en la compilación ‘Ruina circular’, que conmemora el Día del Libro 2023.

26 abril 2023

La Tierra vista desde la Luna © Korea Aerospace Research Institute


Entre la Tierra y la luna


Mis días de trabajo eran intensos, pero flotaba, así que no consumía mucha energía. En tierra me habían asignado siete u ocho horas de sueño. Me di cuenta de que solo necesitaba tres o cuatro. No porque estuviera nervioso; más bien estaba emocionado. Tenía mucho que hacer. No avisaba al control de la misión que estaba despierto. Parte de ese tiempo lo usaba para terminar experimentos y tomar fotografías, pero también tenía horas libres alrededor de la luna solo para mirar hacia afuera, asombrarme y pensar. Sabía que nunca regresaría, así que me aseguré de absorber cada sensación, cada experiencia. También creía que no lo hacía solo para mí. Después de la nuestra, quedaban dos misiones lunares nada más; comprendía que iban a pasar varios años antes de que los humanos pudieran regresar. Necesitaba sentirlo por todos.

Giré alrededor de la luna hasta el punto donde ni la luz del sol ni el brillo de la Tierra podían alcanzarme. La luna era un círculo de un negro sólido y profundo, y solo podía adivinar sus límites ahí donde las estrellas desaparecían. En la quietud y la oscuridad me sentía como un ave nocturna, planeando suavemente y dando vueltas a su alrededor sin llegar a tocarla jamás.

Apagué las luces de la cabina. Las estrellas se extendían sin fin. Podía ver muchas más estrellas —decenas o cientos de veces más— que en la noche más oscura y transparente en la Tierra.

Sin atmósfera que difuminara su luz, podía verlas todas hasta los límites de mi vista. Eran tantas que ya no podía encontrar las constelaciones. Mis ojos estaban colmados de un gran resplandor de luz estelar.

A diferencia de otros astronautas, que solo tenían tiempo para vistazos apresurados, yo tuve muchas horas, durante varios días, para observar este paisaje alucinante y reflexionar sobre su significado. El universo era mucho más de lo que alguna vez hubiera podido imaginar.

Eso me hizo pensar en nuestro concepto del universo. No podemos ver mucho de él desde la Tierra, al menos no a simple vista. Entre más sabemos, a través de telescopios, más cambia la concepción que tenemos de él. Solo podemos dar sentido a lo que podemos observar. Ahora, al ver mucho más con mis propios ojos, podía sentir cómo mi percepción cambiaba con rapidez. Ahí afuera había mucho más de lo que nuestras filosofías terrenales pudieran hacernos creer.

Con cientos de miles de millones de galaxias en el universo, pensé que sería ingenuo creer que éramos la única expresión de vida. Si tan solo un porcentaje ínfimo de las estrellas resplandecientes que veía tenían planetas similares a la Tierra, la vida podía estar en todas partes. Si nuestro sistema solar es un proceso natural, entonces el resto del universo debería seguir patrones semejantes. ¿Y si la vida, de hecho, hubiera llegado a la Tierra de algún otro lugar en el universo? Mi mente se aceleraba con estas posibilidades.

¿Era el programa espacial algo más que un programa de ingeniería? ¿Podría ser parte de nuestra vocación genética? Tal vez no me encontraba dando vueltas alrededor de la luna por una decisión política, o por la Guerra Fría, sino porque estamos programados mentalmente para explorar el espacio. En unos miles de millones de años nuestro sol morirá. ¿Tal vez la vida se mueva de estrella en estrella, durante milenios, rehusándose a quedarse atrás y extinguirse? Apolo podría ser el primer paso de ese instinto de supervivencia programado.

Veía el resplandor inmenso de las estrellas y me imaginaba la vida allá afuera como algo continuo, como semillas que vuelan por los aires, algunas sobreviviendo, otras no. Me imaginaba la vida extendiéndose entre los astros, eterna, siempre ahí, adaptándose, propagándose, impulsada por la sobrevivencia.

Estos sentimientos se amplificaban con la sensación de ingravidez. Parecía tan natural, tan confortable: era como si volviera a casa. Como si ya hubiera estado en esta situación o como si el espacio fuera mi sitio. Viajar a través de él, quizá, era el estado natural de los humanos.

No llegué a ninguna conclusión. Todavía no sé qué hay allá afuera. Lo que percibí con mucha fuerza es que como especie no hemos experimentado todavía lo suficiente del universo. Todo lo que ahora creemos podría ser inexacto. Hemos desarrollado nuestras ideas apoyándonos solo en lo que podemos ver, tocar y medir. Ahora vislumbraba el infinito y podía intuir sutilmente —aunque no comprender— el viaje que los humanos tenían por delante.

Fue una lección de humildad para un niño de campo de Míchigan cuya mayor preocupación en algún momento fueron doce hectáreas de pasto. Solo, del otro lado de la luna, en la oscuridad, tan lejos como era posible de otros humanos, me sumergí en la experiencia por varios días y largas noches sin dormir. Sigo ponderando, décadas después, lo que absorbí en esas horas intensas.


Había una ligera sensación de desconexión en el viaje tan largo entre la Tierra y la luna. En cualquier otro momento, aun en la luna o en la órbita lunar, había tenido la sensación de que había un suelo debajo de mí. Ahora, tanto la Tierra como la luna eran lugares remotos, lejanos. Eso me resultaba muy estimulante. Ver el sol, la Tierra y la luna en secuencia mientras nuestra nave espacial giraba lentamente me hizo pensar más acerca de la luna rotando alrededor de la Tierra, que a su vez rotaba alrededor del sol. Lo había leído en la escuela, mi mente lo sabía. Pero estar en el espacio profundo y verlo de cerca me hizo sentido en un nivel más complejo. La especie humana me parecía a la vez más y menos significante: menos, pues me sentía diminuto en esta vasta negrura; más, porque era capaz de verla y explorarla.

Llegó el momento en que los tres teníamos que meternos de nuevo en los trajes espaciales y ayudarnos mutuamente a cerrarlos. Trabajamos con calma y cuidado durante todos los preparativos para mi caminata espacial y todo sucedió sin contratiempos. Estaba feliz porque estábamos a punto de hacer algo que no se había intentado antes en el programa espacial.

«Estamos listos para abrir la escotilla», dijo Dave. «De acuerdo. Pueden abrirla.» Oprimí el botón de seguridad, diseñado para que la escotilla no pudiera ser abierta por error —siempre una sabia precaución en el espacio. Empujé la palanca para hacer girar las cerraduras y sacarlas de su posición de bloqueo. Luego, empujando con cuidado, abrí la escotilla.

Sin contar que unos días antes había flotado brevemente en el Falcon, llevaba once días confinado dentro del Endeavour. La última vez que crucé esta escotilla para salir fue en la plataforma de lanzamiento en Florida. Ahora, a trescientos quince mil kilómetros de ahí, estaba a punto de salir flotando al espacio exterior entre la Tierra y la luna. Era una idea alucinante.

«La escotilla está abierta», anuncié. La forma cuadrada de la escotilla enmarcaba solo una profunda negrura. Saqué la cabeza e instalé con cuidado una cámara de televisión y una cámara de película en el borde para que capturaran mi caminata espacial. Luego, agarrándome del pasamanos más cercano, salí flotando silenciosamente al vacío.

Después de once días en el espacio, estaba acostumbrado a la ingravidez. Trabajar afuera resultó ser mucho más simple de lo que pensaba. Con la mano en un pasamanos, podía girar mi cuerpo con la muñeca. El módulo de instrumentos científicos estaba ligeramente a la izquierda de la escotilla, por lo que primero necesitaba cruzar el frente del Endeavour. Dejé que mis piernas flotaran y luego giré y comencé a bajar por el costado de la nave, una mano tras otra, nunca usando los pies. Era aun más fácil que en el tanque de entrenamiento acuático.

Hasta este momento realmente no había tenido una idea clara de dónde estaba. De pie ahí, sobre un costado de la nave, sujetado solo por los pies y el umbilical que salía holgadamente de la escotilla, tuve una sensación momentánea de estar en lo profundo del océano, en la oscuridad, al lado de una enorme ballena blanca. El sol estaba detrás de mí, en un ángulo inferior, por lo que todas las salientes en el exterior del módulo de servicio proyectaban una sombra dura. No me atrevía a mirar hacia el sol, pues sabía que su brillo sería cegador. Hacia el otro lado y a mi alrededor no había, en absoluto, nada. Es una sensación imposible de experimentar a menos que flotes a decenas de miles de kilómetros del planeta más cercano. Esto no era agua oscura y profunda, o cielo nocturno, o ningún otro espacio abierto que pudiera comprender. La negrura desafiaba el entendimiento porque se extendía por miles de millones de kilómetros.

Me di cuenta de que tenía un punto de vista único: podía ver la luna completa si miraba en una dirección. Si volteaba la cabeza, podía ver la Tierra completa. Esta vista era imposible desde la Tierra o la luna. Tenía que estar lo suficientemente lejos de ambas. En toda la historia de la humanidad nadie había podido ver lo que yo veía solo volteando la cabeza. Era increíble.

Al Worden regresa a la Tierra © NASA

Volver a casa


¿Has estado fuera unas largas vacaciones? Entonces conocerás la sensación de meter la llave por primera vez en la puerta de tu casa y cerrarla detrás de ti. Después de esos días tan memorables, el departamento parecía tan tranquilo. Todo estaba donde lo dejé. Tenía correo para revisar, tareas que hacer. Era hora de regresar a la vida normal.

Tuve una experiencia extraña la mañana después de volver a casa. Cuando salí temprano del departamento para recoger el periódico, vi la luna en el cielo. Me impresionó verla. Era extraño pensar que había estado ahí hace apenas unos días, volando a través de sus cimas y valles. La luna se veía tan distinta ahora, tan lejana. Me dio realmente una nueva perspectiva de lo lejos que habíamos viajado.

Me habían pedido que no desayunara ese día y que regresara a la oficina para someterme a más pruebas médicas. Entonces comenzamos con muchos, muchos días de interrogatorios. Los coordinadores de la misión querían revisar cada detalle de nuestro plan de vuelo, aún reciente en nuestra memoria. Así que nos sentamos alrededor de una mesa y repasamos cada momento de la misión, reviviendo todos los detalles para los ingenieros. Pasamos más o menos el mismo tiempo en esos interrogatorios que lo que habíamos estado en vuelo durante la misión. Fue el mismo tiempo que le tomó también a nuestros cuerpos volver a la normalidad.

Por varios días tuve que tener mucho cuidado al caminar y al agacharme por algo. Era más difícil aprender a ajustarse a la Tierra que al espacio —algo mentalmente relacionado con volver a casa. En el espacio era muy consciente de que estaba aprendiendo nuevas formas de moverme. Al regresar a la Tierra todo me era familiar, así que me relajé y no pensé mucho en ello. De manera inconsciente, empujaba una mesa para que se fuera flotando, o trataba de dejar un objeto colgando en el aire. Tuve que enseñarme de nuevo cómo vivir en la gravedad de la Tierra.

De los tres, Jim era el que se encontraba peor. Todavía se sentía inestable de pie y perdía el equilibrio cuando se acostaba para dormir. Siempre pensé en él como el tipo de persona que levanta pesas y hace ejercicio, así que me sorprendía verlo tan agotado.

Dave también estaba teniendo problemas para dormir porque tenía un dolor en el hombro, algo que nuestros médicos de vuelo ignoraron.

A diferencia de las tripulaciones de misiones lunares anteriores, a nosotros no nos pusieron en cuarentena porque los doctores habían decidido que no había riesgo de que regresáramos con gérmenes lunares. Casi habría deseado la cuarentena porque hubiéramos podido continuar con los interrogatorios sin ninguna distracción.

El caso es que iba a trabajar, estaba todo el día en interrogatorios y cuando llegaba a casa por la noche siempre pasaba algo. Muchas de las personas que vivían en mi complejo de departamentos pasaban a visitarme para tomar algo y charlar. Solo querían estar cerca de alguien que había regresado de la luna. Siempre he sido sociable y disfruto de su compañía, pero tarde o temprano, todas las noches, tenía que echarlos de casa.

Entonces me sentaba en la sala y apagaba todas las luces, pero no tenía sueño. Estaba demasiado cansado. Al final dormía unas cinco horas, me costaba mucho despertar y volvía a los interrogatorios un día tras otro.

Aunque hablaba del vuelo todos los días en la oficina, la misión comenzó a adquirir un aire de irrealidad. Era como si de niño hubiera ido al cine de mi padre y me hubiera sumergido por completo en una película, olvidándome que afuera había otro mundo. Ahora la película había terminado y me encontraba afuera, en la calle, con autos y personas pasando, de regreso en el mundo real. El vuelo a la luna fue un episodio en mi vida que se sintió totalmente fuera de contexto; no sabía cómo registrarlo en mi mente.

En las noches me sentaba en la sala muy despierto. Había calma y paz, pero mi cerebro seguía a toda velocidad. Entonces tomaba unos viejos blocs de notas manchados de café y me ponía a escribir mis impresiones del vuelo, aún muy vivas. Al contrario de los interrogatorios técnicos, revivía el vuelo con emociones y recuerdos visuales. Las palabras fluían con libertad y facilidad, y después de dejarlas descansar por un tiempo me di cuenta de que había escrito algo que podría describirse mejor como poesía.

Durante años no hice nada con esos papeles. Pero cuando se los mencioné a unos amigos en un grupo de poesía de Houston, se entusiasmaron con la idea de que fueran los primeros poemas escritos por alguien que había viajado a la luna. Dijeron que debía publicarlos. Dejé los poemas en un cajón unos años más, pero al final los publiqué en un libro llamado Hello Earth: Greetings from Endeavour.





Al Worden fue un astronauta estadounidense. En 1971 realizó su único viaje al espacio, en la misión Apolo 15, que aterrizó en la luna. A su regreso, continuó trabajando en la nasa y transmitiendo su conocimiento a niños y adultos en programas televisivos.

«Del espacio profundo a la rutina en la Tierra» es parte de la antología Regreso a la Tierra, editada por Gris Tormenta y publicada, en su primera edición, en agosto 2019. El libro compila memorias y reflexiones de nueve astronautas al volver del espacio. El texto se ha adaptado ligeramente para esta versión, que se incluyó en la compilación Ruina circular, parte de una pequeña colección de libros que, año con año, han celebrado la colectividad en la edición independiente en México.

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