¿Qué es lo mejor que ha hecho un editor por ti?

Les preguntamos a algunos escritores qué es lo mejor que un editor les ha dicho o les ha hecho ver. Compilamos esta lista con las respuestas que nos enviaron.

18 junio 2023

Saul Steinberg, «Reader in a Tree»


Lo mejor que ha hecho un editor por mí (Jorge Herralde) fue decirme que no publicara el libro que le acababa de dar. Me dijo (las dos veces): «Yo te lo publico si quieres, pero no me parece una buena idea». Y las dos veces le hice caso. Y puteé mucho. Y le estoy muy agradecido por las dos. —Andrés Barba, autor de El último día de la vida anterior


Además de corregir mis errores, corroborar fuentes y darle una mejor estructura a mi escrito, quienes me han editado me han hecho ver que al final su lectura atenta cocrea nuevas ideas por contraste; me plantean preguntas que aún emanando de mi propio texto nunca habría podido ver. Por eso les estoy tan agradecida cuando me editan, porque cada vez sucede menos. —Yásnaya Aguilar Gil, autora de Ää: manifiestos sobre la diversidad lingüística


De erratas a barrabasadas, fui socorrido en todo el arco de la vergüenza. Pero hay aportes más sutiles o menos dramáticos. El retoque o reemplazo de un título o frase demasiado elípticos, por ejemplo, y la poda suave o brutal del reborde o rebaba de cualquier texto, sea un artículo o un libro. Son demasiadas las cosas de las que puede salvarte un buen editor. Editora, mejor dicho; en mi historia se trató más bien de editoras. La jurisprudencia se impone sobre cualquier pretensión de congraciarse con los tiempos: en general, las mujeres son mucho mejores lectoras. Y por ende correctoras. (Los escasos correctores propiamente dichos que quedan son de un heroísmo aparte, tan anónimo como imprescindible.) Y por ende, de nuevo, editoras, «de mesa», con la nariz hundida en las páginas. No solo por ser más responsables y dedicadas, sino por linces. Casi no conocí editor varón que no tuviera visibles dosis de chanta y chamuyero. Traduzco: charlatán de feria. No pocos quedaron retratados, con sus debidos alias, en mi novela La guillotina. Fui editor de libros unos cuantos años y no pretendo saltar fuera del círculo de ese turbio plural. Tuve experiencias felices con dos clases de editoras, las intervencionistas y las de complicidades más bien tácitas (y no menos pragmáticas y fructíferas); en algún caso vienen juntas, con abrigo reversible. Corresponde que dé nombres, por orden alfabético: la agudísima ensayista y académica Nora Avaro, con quien trabajé en un libro de ensayos biográficos de próxima aparición en Nube Negra Ediciones; Valeria Bergalli, curtida y aguerrida capitana de alta mar de editorial Minúscula, cuyo catálogo basta para serenar definitivamente a cualquier autor que lo integre; Mariana Lerner, de Ripio Editora, de una seriedad y compromiso raros en la profesión; Ivanna Soto, dramaturga, crítica de teatro y antigua editora en Revista Ñ, sabia montajista, de mano maestra para principios y finales, con quien trabajé infinidad de artículos y notas que van formando parte de libros azarosos. Todas saben de sobra que leerse es imposible. Ahora quisiera que sepan que en mi caso es una imposibilidad inversamente proporcional a mi gratitud. —Matías Serra Bradford, autor de La guillotina


La figura clave para mí fue Saúl Sosnowski, quien me dio una especie de bautismo por fuego cuando me encargó la edición de working papers escritos por nuestros becarios postdoctorales, más el boletín informativo del Centro de Estudios Latinoamericanos en donde trabajaba medio tiempo para pagar mis estudios de letras en la Universidad de Maryland. Para mí, era un puesto legendario; lo había ocupado unos años antes Marcelo Uribe, quien después se convertiría en el editor de Era. El propio Saúl había fundado —y sigue editando— la revista académica Hispamérica, que se ha mantenido como un medio relevante durante cincuenta años. Decidí rediseñar LASC News y, para tal fin, me enseñé desde cero a usar PageMaker —un programa cero intuitivo, por cierto. Me acuerdo de la primera vez que terminé un número: mandé el archivo digital a los impresores y una semana después abrí con cúter la caja de cartón que contenía los ejemplares a dos colores en un papel que había elegido yo personalmente. Encontré una errata en la portada. Esa misma errata que se me había escabullido como hormiga en la pantalla parecía ahora de neón, del tamaño de un espectacular visible desde la carretera. Saúl vio mi cara de horror y se acercó. Al ver cuál había sido el problema, se rio y me citó la frase célebre de Borges sobre las buenas páginas y el fuego de las erratas. Luego me dio una palmada y concluyó: «Felicidades, vos ya sos editora». — Tanya Huntington, autora de Solastalgia


Los dos libros que he escrito nacieron como publicaciones autoeditadas. Años después, tuvieron nuevas vidas con editoriales pequeñas, todas dirigidas por amigos y amigas muy queridas. Tener con ellos y ellas una relación no solo de trabajo, sino de cariño me ha hecho ver qué tipo de edición me interesa y ha reforzado mi convicción de que todo libro es posible gracias a una cadena de vínculos, y que «se publica para encontrar camaradas». Algo que me ha fascinado, es que mis editoras y editores se han introducido con libertad en cada libro y han modificado muchos elementos, según sus deseos. Laura y Carlota de Comisura, por ejemplo, convirtieron Todo lo que se mueve en una nube, suave y ligera. Gaby, de DocumentA/Escénicas, hizo posible que este mismo libro tuviera más movimiento que su primera edición, y cuando lo recibí lloré porque sentí que tocaba uno de mis libros de infancia y que podía jugar con las imágenes en las páginas. Con Impronta, fue una sorpresa enorme cuando supe que Alexia y Carlos habían decidido imprimir Plagie, copie, manipule, robe, reescriba este libro usando una combinación de linotipo, risografía y tipos móviles. Fue un proceso minucioso y paciente en el que aprendí muchísimo. Gabriel y Tamara, de Azeta, también editaron el Plagie… con mucha sensibilidad: cosieron cada ejemplar a mano, convirtieron las imágenes en sellos y se inventaron unos sobres lindísimos para empacar el libro. Tengo mucha suerte de acompañarme de la delicadeza de todas ellas y ellos. —Valeria Mata, autora de Plagie, copie, manipule, robe, reescriba este libro


Lo mejor y más difícil es cuando te piden escribir un texto específico. No importa la extensión —una reseña para un suplemento, un libro para una colección—, tampoco el asunto: ese acto te pone siempre en un lugar incómodo, y terminarlo es un desafío siempre vigorizante. Escribir lo que uno quiere o trae adentro es hasta cierto punto fácil, o al menos inevitable. La vida nos llevará a ese texto tarde o temprano, es solo cuestión de esperar. Pero la obra por encargo nos obliga a explorar rincones propios que muchas veces no sabíamos que existían o que no queríamos visitar, y ese ejercicio produce en nuestro trabajo un registro inédito. No siempre logrado, pero sí inédito. —Guillermo Espinosa Estrada, autor de Entre un caos de ruinas apenas visibles


Es curioso, porque lo mejor que ha hecho un editor por mí no lo hizo un verdadero editor. O bueno, alguien que más bien sin duda iba a ser un gran editor, que fue Gerardo Arana. Cuando fundó Herring Publishers México yo estaba escribiendo mi primer libro, que originalmente era de cuentos —yo quería ser narrador—, pero cuando los empezamos a revisar nos dimos cuenta de que eran muy pobres, había unos a los que les faltaba muchísimo trabajo, otros estaban mal escritos, otros tenían poca fuerza. Entonces Gerardo me dijo: «déjame trabajar en estos textos que están aquí», y los empezó a destrozar, destruir, mochar, aniquilar de muchas maneras, y armó poemas. Me enseñó algunos ejemplos: «tomé estos tres relatos breves, los trabajé, recorté, y quedaron como poemas en prosa». Me encantó el resultado, cómo se leían, cómo se veían, cómo sonaban: tenían una fuerza brutal. Son tres poemas que incluí en el libro Lago Corea. Gerardo era muy ágil cortando, pegando, editando. A partir de eso empecé a trabajar el libro como poesía. Se publicó así, bajo el mando y la edición y la mano de Gerardo. A partir de ahí curiosamente empecé a escribir puros poemas. Ese trabajo de edición que hizo Gerardo Arana por primera vez fue lo que me metió en la poesía. —Horacio Warpola, autor de La incertidumbre cuántica


Hace poco tuve la fortuna, o la desdicha, de trabajar con un editor como los de antes, de la Edad de Oro, asumiendo que hubo un momento en que las editoras y los editores se dedicaban con tanta atención a un texto como ahora lo hacen, sobre todo, las amistades y los talleres. Ese trabajo consistía en reescribir el texto en su mente, y así ofrecer alternativas no solo a los problemas del texto, sino recomendaciones para su mejoría en todos los niveles. Lo que ofrece un trabajo de edición así para una autora como yo es principalmente seguridad, porque al cuestionar de esa manera tus decisiones —desde el cuidado y la atención— puedes decidir cambiar, mejorar, transformar el texto desde una segunda perspectiva o puedes reafirmar las decisiones que has tomado. Cualquiera de esas dos cosas te da seguridad en tu propio texto. Ahora que experimenté ese tipo de trabajo con un editor, pienso que es lo único que quiero para mis textos. Por eso digo que no sé si fue una suerte o una maldición. —Jazmina Barrera, autora de Linea nigra


Joan Didion, en un texto muy lindo sobre Henry Robbins (su editor), dijo que lo que hace un editor por su autor es darle la imagen de sí mismo que necesita para seguir escribiendo. Es un trabajo parecido al de un psicoanalista, me atrevería a decir. No se trata necesariamente de marcarte problemas de estilo en el texto (aunque también), no se trata de detectar y reparar terribles fallas estructurales (aunque también) y ni siquiera es una cuestión, al final del camino, de publicar y acompañar un libro, sino de inyectarte la confianza necesaria para seguir adelante, para meterte un poquito más profundo en ese tembladeral incierto que es la escritura literaria. Parece fácil, pero no lo es. Es un trabajo de amor e inteligencia, un equilibrio precioso e infrecuente. Hubo gente que lo hizo por mí, y la deuda que tengo con ellos es impagable. —Mauro Libertella, autor de Un futuro anterior


En este momento, pienso en un editor al inglés que me atajó de un error catastrófico. Un error que yo tenía como verdad desde mi adolescencia era una mala lectura de un poema de Villaurrutia. Por algo cité un verso en una piecita que escribí para The Nation, y John Oakes —bendito sea— me lo cachó, señaló, y no solo eso, me abrió la puerta para entender mejor a Villaurrutia. No es lo que él buscaba —solo me hizo una pregunta—, pero su instinto atisbó que algo no estaba bien —y sí que no lo estaba. Tengo otros editores con los que he sido feliz trabajando: Marisol Schulz, en Alfaguara, con mi novela Duerme, fue un lujo; en Siruela, su equipo, leyendo con tanto cuidado, cuidándome y cuidando al texto. Podría seguir, pero ya no va. —Carmen Boullosa, autora de El libro de Eva


Lo mejor que ha hecho un editor por mí ha sido decirme que no. Un editor de confianza, una persona admirada y querida, que ha revisado a conciencia un manuscrito y, luego de sopesar la posibilidad de publicación, me ha dicho que no. Una negativa sin acritud ni arbitrariedad, pero inamovible. Un no que venía de la certeza de que se trataba de un manuscrito aún incompleto, aunque yo no supiera verlo —un no, entonces, como un par de anteojos para corregir mi miopía tenaz. Pienso a menudo en ese momento, en cómo las negativas moldean los textos: una fuerza gravitacional que los sacude, que modifica su cuerpo. Fue una lección. Procuro aprender de ese instante, replicarlo en soledad, decirle no a mis textos al terminarlos, dejarlos descansar un rato con el peso de esa negativa sobre la cabeza, para luego volver a ellos con una mirada más lúcida. —Adalber Salas Hernández, autor de [A love supreme] Shakespeare: variaciones


Hace unos años, con un amigo que es editor, coincidíamos en que las verdaderas amistades y las personas que editan son muy similares: parte fundamental de su papel en nuestras vidas es no solo ser honestas de manera indiscutible, sino decirte con amor y cariño lo que no quieres escuchar. Lo mejor que ha hecho por mí una de las varias personas que han editado mi trabajo es decirme cuando algo no funciona o podría ser de otra forma. Es decir, el buen editor formula una versión alternativa de la realidad, propone utopías, te presenta nuevos caminos por dónde transitar, sugiere otras puertas, otros acomodos; te conduce a que tú misma, como persona que escribe, encuentres un nuevo cauce que resulte en un texto más potente. La otra cosa realmente luminosa que ha hecho por mí una persona que edita es tenerle fe a un texto raro. No es frecuente que un texto poco convencional toque fibras que hagan que un editor se entusiasme. Por eso, mostrar ese entusiasmo cuando ocurre semejante milagro es lo más importante que puede hacer una persona que edita por alguien que escribe. En el mejor de los casos, la edición de un texto es una forma profunda de la complicidad. Un compromiso tan detallado, minucioso y radical como formular un plan para robar un banco. Editar, y dejarse editar, es permitirnos entrar en una conjura contra el lugar común. —Marina Azahua, autora de Retrato involuntario. El acto fotográfico como forma de violencia


Pienso en una exclamación de mi editor Galo Ghigliotto. Era 2013, y me propuso reeditar mi primera novela, que había sido publicada en 1996. Acepté, pero le pedí que me diera unos días para mirarla y tal vez corregir alguna imprecisión o una coma, una palabra, en fin. En esos diecisiete años no había vuelto a leerla. Gordon Lish me ofreció sus tijeras, pero yo apliqué puñal, y el resultado fue un cuento de cuarenta páginas (la novela tenía cerca de doscientas). «¡¿Pero qué es esto?!», me dijo Galo cuando le entregué la nueva versión. Y «esto» era lo que necesitaba escribir yo entonces. Una escritura lateral de esa primera novela, otro registro para la misma historia. Otra respiración, otros énfasis. Esa pregunta —¿pero qué es esto?— me la hago todo el tiempo. Y me encanta no tener idea de lo que es esto que de pronto se escapa y se amotina y se manda solo. —Alejandra Costamagna, autora de El sistema del tacto


El primer editor que tuve fue Luis Xavier López Farjeat; me hizo el favor de leer un texto que escribí cuando estaba en la universidad. No recuerdo el texto, pero nunca olvidaré que me hizo ver la importancia de releer y corregir con paciencia, algo que ahora me parece obvio, pero entonces lo ignoraba. Ese aprendizaje temprano, que me parece sostiene el arte de escribir, me ayudó a afinarlo otro editor, Nicolás Cabral. Finalmente, una persona cuyo nombre no mencionaré me hizo ver, tal vez sin desearlo, que el mayor peligro para un editor es su ego: las ingratitudes de lo que, me parece, debe ser un trabajo discreto, también pueden crear monstruos. —Guillermo Núñez Jáuregui, autor de Del aburrimiento surgen los impulsos correctos


Lo mejor que he aprendido de los editores ha sido trabajar en equipo. Lo digo como alguien que ha estado tanto del lado de los autores como de los editores. Como autor, esta labor conjunta —en la que no faltan las ideas alocadas, las observaciones precisas o las discusiones por una frase ambigua— me ha hecho perder el apego enfermizo por lo que escribo, siempre en beneficio de mis propios textos. Como editor, he intentado transmitir a los autores los beneficios de un trabajo en el que no solo participan editores, sino también correctores, fact-checkers, diseñadores, vendedores. Me gusta pensar en la edición como en la participación de varias personas cuyo trabajo bien hecho y a la sombra se proyecta sobre los buenos libros, los artículos entrañables, los estupendos números de una revista. —Eduardo Huchín Sosa, autor de Calla y escucha


Al leer la pregunta, al botepronto pensé en editoriales, no en editores; y no en las actuales, sino en las que me interesaban a los 20 años. De joven (cuando aún no despegaban las editoriales españolas, apergolladas por la censura franquista, y cuando no era fácil encontrar libros de poesía publicados fuera de México) buscaba febrilmente los de Fabril (que publicaba a Saint-John Perse, a Miłosz el viejo, a Ungaretti, Pessoa, etcétera), de Emecé (sobre todo por Borges), de Losada (por el mismo Borges, pero también por Horacio Quiroga, y en especial por el Seferis traducido por Galtier, El zorzal y otros poemas, que compré y regalé varias veces), de Siglo Veinte (que publicó muchísimo Pavese y algún Eliade importante) y de Juan Pablos (por poner el largo etcétera final en una editorial mexicana que nos ofrecía cosas entonces «raras», como El golem, de Gustav Meyrink, y Nuestra Señora de las Flores, de Jean Genet). Además estaban, claro, las editoriales medianas de México, como Era y Joaquín Mortiz, y las grandes, como la inevitable Porrúa (irregular, pero no siempre tan mala como la pintan), Siglo XXI y el Fondo de Cultura Económica. Yo me formé como lector en el gusto de estas editoriales, en sus catálogos, seleccionados por personas cuyos nombres conozco apenas en unos cuantos casos: Arnaldo Orfila, Joaquín Díez-Canedo, Neus Espresate y Vicente Rojo, Alfredo Juan Álvarez y Blanca Sánchez… Pero, pensando en editores en el otro sentido español (esto es, ya no en las personas que eligen lo que se publicará, sino en las que corrigen lo que se va a imprimir —y no lo que dice su original, como hacen los editors a la inglesa—), casi todo lo que buenamente he aprendido se lo debo a Juan Pascoe y el Taller Martín Pescador —y, lo que no, a Antonio Bolívar y Redacta. Creo que no muchos hacen tan buenos libros como ellos, aunque los hagan cada uno a su manera. —Francisco Segovia, autor de Detrás de las palabras


He tenido editores muy buenos y otros pésimos. El mejor fue Jorge Herralde, que a principios de 1998 recibió en su oficina de Anagrama tres libros de cuentos de un desconocido autor cubano. Eran cuentos potentes, duros, ríspidos, de un realismo visceral. Herralde tuvo el talento suficiente para unir los tres libros en un solo volumen para que funcionara como una novela. Además, intuyó que el autor usaba una especie de bad writing muy alejada de lo habitual en nuestra lengua, que tiende al barroquismo culterano y pedante. Así preservó la esencia del libro y me llamó para preguntarme el título. Sin pensar le dije Trilogía sucia de La Habana. Y ahí está. Ahora cumple 25 años, se sigue vendiendo y leyendo, y algunos dicen que es un clásico. Siempre agradezco la visión, el talento y la sagacidad de Herralde. Claro, es un libro no apto para lectores mediocres y timoratos. Exige lectores brillantes. —Pedro Juan Gutiérrez, autor de Estoico y frugal


Tener un editor en España, exactamente en Tusquets Editores, primero con Beatriz de Moura, luego con Juan Cerezo, ha sido decisivo en mi carrera, porque ha concedido la libertad a mi escritura. Mis editores me han dado confianza en mis capacidades, pero sobre todo la posibilidad de escribir lo que necesito escribir sin imponerme ningún tipo de límite: ni formal ni conceptual. Escribir con la libertad que merece un escritor le permite crecer, fructificar: y siento que eso me lo han regalado mis editores durante estos más de veinticinco años en que he sido, gracias a ellos, un escritor cubano, pero también un escritor de Tusquets. —Leonardo Padura, autor de Personas decentes


Le envié un manuscrito hace tiempo. Hubo interés al inicio, pero llegó un momento en que ambos nos dimos cuenta de que las diferencias en nuestros puntos de vista sobre la propuesta eran, como se dice, irreconciliables. El libro no se publicó. La interlocución con ella, sin embargo —que se extendió por meses de una manera sumamente generosa de su parte—, me dio algo tal vez más importante que la hipotética publicación del manuscrito. Me dio una serie de interrogantes que no he podido resolver aún: ¿qué es un libro?, ¿quién lo decide?, ¿es suficiente el gusto personal?, ¿en qué momento se cruza, o se debe cruzar, el umbral de lo personal a lo público?, ¿si dos editores en los que confías te dan consejos opuestos, a quién hay que escuchar? Son preguntas que me había hecho muchas veces antes, y pensaba que tenía las respuestas, y quizá sí las tenga, tratándose de los libros de los otros, pero no de un libro propio. Al tratarse de mi (posible) primer libro, me di cuenta de que no podía tener acceso a la perspectiva y objetividad que creía tener. Sigo sin tener las respuestas, pero agradezco a Andrea Palet por haberme hecho ver que realmente no me había hecho esas preguntas todavía correctamente. —Jacobo Zanella, editor en Gris Tormenta




Hace un año publicamos otra breve encuesta: «Amaba decir: “ese también lo tengo”», en donde escritores y editores dan cuenta de cuál es el autor más repetido en su biblioteca, y qué podemos deducir de ello.


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