Otra vida

Diego Zúñiga escribe sobre las razones de su escritura. El ensayo es parte de la antología Por qué escribo —Hay Festival que publicó Gris Tormenta, en conjunto con el festival, en 2018.

27 septiembre 2021


Escuchamos una voz que lee lo siguiente, mientras vemos en la pantalla un auto avanzar por una carretera brumosa: «Abandonamos medio clandestinamente Adrogué, un suburbio de Buenos Aires donde yo había nacido y donde había nacido mi madre, y nos fuimos a Mar del Plata. Yo viajé entre las sogas y los bultos; sentado en un canasto de mimbre miraba pasar las poblaciones, las vacas, la mansedumbre idiota de la llanura. En Mar del Plata, el amigo de un amigo le consiguió un lugar donde abrir un consultorio (a mi padre). A los cuarenta años iba a empezar de nuevo. Yo tenía dieciséis. Viví ese viaje como un destierro. No quería irme del lugar donde había nacido, no podía concebir que se pudiera vivir en otro lado y, de hecho, después no me ha importado nunca el lugar donde he vivido».

El que habla —el que lee, cómo no— es Ricardo Piglia. No lo vemos, solo escuchamos su voz —en el documental 327 cuadernos, que filmó Andrés Di Tella poco antes de su muerte—, mientras seguimos avanzando por esa carretera, en medio de la noche, como si fuéramos ese muchacho de dieciséis años que está dejando, para siempre, el lugar donde nació.

Aquel viaje marcará el destino de Piglia: dejará atrás su lugar de origen y comenzará a escribir, a llevar un diario por más de cincuenta años, donde volverá, con la escritura, una y otra vez a Adrogué, a su infancia.

De esa época, también, es aquel recuerdo hermoso —y quién sabe si real, aunque a esta altura ya dé lo mismo— en que está Piglia, de tres años, sentado a las afueras de su casa en Adrogué, con un libro en las manos que ha sacado de la biblioteca de su abuelo. Es la hora de la siesta, casi no hay gente paseando por el pueblo, pero entonces un hombre avanza por la calle y mira al niño. Se detiene frente a él y le hace notar que tiene el libro al revés. Dicen que ese hombre era Borges. O eso anota Piglia en su diario, dejando registro de aquel momento fundacional: «¿Cómo se convierte alguien en escritor o es convertido en escritor?», se pregunta.

No todos tuvimos la suerte de cruzarnos con Borges a los tres años, pero sí muchos, probablemente, nos reconocemos en ese joven que de una día para otro debe abandonar, medio clandestinamente, el lugar donde nació, sin tener tiempo para las despedidas, en un viaje que se hace eterno, pues nunca se vuelve al lugar de la infancia.

«Todo lo que vivimos lo vivimos / ya a los diez años más intensamente», decía Enrique Lihn en un poema hermoso y oscuro en el que un padre le habla a su hijo de meses y le anticipa los dolores y las alegrías que encontrará, las batallas inútiles y los deseos incómodos: «Pero vive y verás / el monstruo que eres con benevolencia».

La escritura, entonces, convertida en la única posibilidad de regresar a aquellos años, al origen, a esa época en que vivimos todo más intensamente.

Yo nací en Iquique, al norte de Chile, una ciudad de playas amables, una ciudad puerto ubicada entre el mar y unos cerros grandes tras los cuales está el desierto, un lugar en el que vivíamos esperando un maremoto que, supuestamente, arrasaría con todo. Durante algunos meses del año vivíamos alerta, esperando que el mar se saliera, pero luego, cuando llegaba la primavera, nos olvidábamos y entonces pasábamos horas en la playa, en el mar.

No llegó nunca el maremoto, pero sí llegó el día en que tuvimos que irnos: el negocio que manejaba mi madre empezó a ir mal, se acumularon las deudas —aprendí, entonces, lo que era un cheque protestado—, redujimos los gastos a lo mínimo —vivimos un par de meses donde mis abuelos— y, al final, cuando ya no teníamos nada, mi madre tomó la decisión de que debíamos partir.

El primero que viajó fui yo, aunque nadie me dijo cuál era, realmente, el plan. Me subí a un bus con dirección a Santiago —dos mil kilómetros, cruzar el desierto de Atacama de noche, casi veinticuatro horas viajando—, donde me esperaba un tío, quien me había invitado a pasar las vacaciones de invierno.

Recuerdo el viaje porque fue la primera vez que recorrí ese trayecto en bus. Tenía once años. Me gustaba jugar futbol, basquetbol y tenis de mesa. Me gustaba una compañera de curso que se llamaba Constanza. Los libros, por entonces, eran un relato ajeno, distante, un par de anécdotas que luego iban a adquirir importancia. Pero arriba de ese bus semicama los libros no existían. A mi lado, un hombre llevaba en sus piernas a su hijo, un niño de unos cuatro o cinco años, quien se movía, inquieto, y lloraba a ratos. No sé muy bien por qué, pero me daba la impresión de que lo había raptado. Ese niño hoy debiera tener más de veinte años, pero quién sabe qué habrá pasado con él, con su padre, con ese viaje.

Llegué a Santiago en pleno invierno, estuve dos semanas y cuando debía regresar a Iquique apareció, una mañana, mi madre, con lentes oscuros, una maleta y la muñeca izquierda vendada, y me dijo que nos íbamos a quedar a vivir ahí.

Dejar atrás el lugar de origen, la infancia, los amigos, sin tiempo para las despedidas. Empezar todo de nuevo.

Un par de años después —en esa nueva vida— encontraría en los libros un comienzo.

«Recuerdas demasiado, / me dijo mi madre hace poco / ¿Por qué aferrarse a todo eso? Y yo dije / ¿dónde puedo dejarlo?» En esos versos de Anne Carson, me parece, hay una respuesta de por qué escribimos, por qué encontramos en la literatura un refugio, un punto desde donde mirar el mundo.

Después del viaje hay que aprender a convivir con el destierro, y la escritura se vuelve un laboratorio en el que tratamos de encontrar una respuesta, un consuelo, una vuelta al origen. Pero es inútil. El lenguaje nos obliga a dudar, a vivir en una incertidumbre constante, aunque es eso, justamente, lo que nos permite seguir escribiendo. La literatura nos da una vida que, de otra forma, nunca hubiésemos tenido. Quién sabe si mejor o peor, pero es otra vida.

Escribimos para corregirnos, para desear sin culpas ni miedos, para indagar en quiénes somos, en quiénes podríamos haber sido. La escritura —y la lectura, por supuesto— es aquel terreno que nos permite comprender al otro, hacerlo visible, pensar por un momento en cuáles son sus razones. Detenernos, por ejemplo, en aquel hombre que llevaba a su hijo sentado en sus piernas e imaginar esa historia, descubrir cuáles serán las palabras que nos ayudarían a entrar en esas zonas oscuras, en el relato íntimo de ese hombre y de ese niño que hoy, seguramente, es un libro indescifrable.

Marianne Moore decía que en la poesía uno encuentra un lugar para lo genuino.

De eso, probablemente, se trata todo esto.



Diego Zúñiga (Iquique, 1987) es escritor, editor y periodista chileno. Publicó las novelas Camanchaca y Racimo, y el libro de cuentos Niños héroes. Sus libros se han traducido a diversos idiomas. Es uno de los fundadores de la editorial Montacerdos y también es parte de la selección Bogotá39–2017 del Hay Festival.

La antología
Por qué escribo —Hay Festival puede leerse completa aquí.

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