Una invitación a perderse

El siguiente texto de Sara Uribe es el prólogo a la compilación ‘Habla, ciudad’, libro publicado por quince editoriales independientes de México con motivo del Día del Libro 2025.

21 abril 2025

© Gro Thorsen, City Night 3 (detalle), 2018.


«No perderte nunca es no vivir, no saber cómo perderte acaba contigo», declara enfática Rebecca Solnit en las primeras páginas de su libro Una guía sobre el arte de perderse. «La pregunta, entonces, es cómo perderse», concluye, ya que el extravío es, para la ensayista estadounidense y para quienes dedican su vida a la exploración y a los viajes, literal y metafóricamente, el único modo de hallar no solo el camino de regreso, sino posibles rutas a otros itinerarios, a otros periplos por venir. Esta antología que tienes en tus manos y que está integrada por quince textos que vagabundean de formas muy disímiles en torno a la noción de la calle como sitio para el paseo, la circulación y el tráfico es, sobre todo y vehementemente, una invitación a perderse. 


Las calles son arterias que nos hacen fluir y nos conducen por banquetas, carriles para ciclistas, camellones, avenidas transitadísimas, parques, barrios céntricos, urbanizaciones periféricas, callejones sombríos y luminosas plazas. En «Sendas y nodos decimonónicos», las calles son para Miguel Orduña Carson, desde el punto de vista del urbanista, las sendas que posibilitan trazar «recorridos identificables y continuos» para desplazarse desde un punto de partida hacia un destino, es decir, de nodo a nodo. Pero las calles son más que trayectos, constituyen espacios habitados por las políticas de los afectos, por cartografías emocionales personalísimas, como describe David Le Breton en «Caminata urbana». El antropólogo francés sostiene que las ciudades se configuran mediante «los pasos de sus habitantes» y que a veces solemos volver a ciertos lugares porque nos mueve la esperanza del milagro de recuperar atmósferas afectivas del pasado. 


Contrario a lo que argumenta Marc Augé, estoy convencida de que no existen los «no-lugares», de que hasta el más recóndito e inhabitable recoveco de toda urbe está cargado de esos significados en pugna y siempre nómadas o mutantes a los que se refiere Orduña Carson. Hay una carga de sentido inclusive en aquellos elementos citadinos que nos parecen antiestéticos o desagradables. Jorge Comensal, ilustra muy bien esta idea en «Monumentos para morir en México», donde despliega un tour de la fealdad por los monumentos históricos y mortuorios más aberrantes que se han erigido en torno a próceres y parteaguas históricos nacionales. 


Igualmente es palpable que la vereda y los árboles que bordean el camino de subida a la casa de Anna-Maria Delbalzo, la protagonista de «Por un beso», de Amalia Guglielminetti, enmarcan para ella una historia y un vínculo totalmente distintos a los de Albertino Farri, su provisional compañero de caminatas. Que las mismas aceras donde por días y días la gente es capaz de transitar ignorando y arrojando al olvido la presencia de cuerpos que han sido víctimas de las violencias más cruentas, como en «Testimonios de un globo», de Siobhan Guerrero Mc Manus, pueden representar tanto en «Doqqi», de Gilles Sebhan, como en «Bicentenario», de Lyonel Trouillot, el territorio propicio para la manifestación colectiva de la ira y la resistencia. El campo de batalla donde el ímpetu de los cuerpos más jóvenes sincrónicamente hace arder las ciudades y los convierte en blanco de la represión y de los gases lacrimógenos del Estado.  


Antonio Jiménez Morato da cuenta en «Nola» cómo el nombre de una calle puede constituir la articulación de una división y exclusión social, que, en el caso particular de Nueva Orleans, fue pensada y conceptualizada «para separar de modo efectivo las zonas donde vivían los criollos descendientes de los franceses y españoles de los habitantes ya netamente estadounidenses». Jiménez Morato hace notar, además, que lo único que sobrevive del pasado multicultural que caracterizó esta ciudad aparece espectralmente a modo de ruina, a través de deslustradas placas históricas enmarcadas en viejas edificaciones. Así, si bien las poblaciones se adueñan de calles, barrios y zonas urbanas, todos estos espacios tienen, a su vez, la potencialidad tangible de definir identitariamente a quienes las recorren y las habitan. De manera metafórica, Mateo Alemán lo advierte en «Los sucesos de don fray García Guerra y el Tratado de ortografía castellana» cuando señala que «Angosto es el camino por donde habemos de ir a gozar de la vida, y ancho el que nos lleva con deleites a la perdición». Y es que, a lo largo de la historia, y aún en el presente, caminar por ciertas calles, a ciertas horas específicas del día, ha sido y sigue siendo un acto con implicaciones éticas, políticas y morales. 


En «Pedalear en la ciudad», F. J. Erskine nos obsequia una serie de instrucciones acerca de cómo ser una ciclista en Londres y no morir en el intento de salir bien librada tanto de los empujones de los automovilistas, los resbalones, el lodo y el polvo como de la lucha eterna entre ciclistas y peatones: esa torpísima danza hecha de piruetas y tambaleos. El tráfico es ese círculo del infierno asfixiante e inmóvil donde repasas tu existencia entera mientras no logras avanzar ni medio metro para el junior de «Avenida Insurgentes», de Mariana Giacomán. Mientras que, en el caso del protagonista de «Mapas inútiles», de Carlos Ferráez, desencadenará un enfrentamiento, musicalizado por una partitura de cláxones y vituperios, con uno de esos detestables motociclistas expertos en el imprudentísimo arte del zigzagueo. 


En su libro La revolución de las flâneuses, Anna M.ª Iglesia afirma que «flâneuse no es solo aquella [mujer] que se limita a los paseos urbanos, sino quien afirma y consolida esta experiencia a través de la escritura, a través del ejercicio crítico de la escritura. Pasear y escribir van, pues, de la mano; siendo partes indisolubles de una misma experiencia». Los últimos tres textos a los que me referiré efectúan de la manera más poética esas derivas a las que se refiere Iglesia. En «El caballo y el gaucho», Pablo Katchadjian nos transporta «suavemente, suavemente» por un larguísimo camino que se abre y se expande y se ensancha una y otra vez. Nos hace avanzar entre el onirismo y la irrealidad: el viaje aquí es el lenguaje en sí mismo. Por su parte, en «Los cobardes nunca mueren» Santiago Solís nos presenta a un protagonista que, como yo, no sabe nadar. No puedo imaginar siquiera lo que se debe sentir ser capaz de dejar el cuerpo suspendido en una materialidad informe y perennemente en movimiento. Lo más parecido a nadar ha sido siempre para mí caminar. Las calles, las ciudades, las derivas inciertas son mi propia alberca metafórica, ese sitio donde siento que floto, que vuelo, que la consistencia de la vida es más dúctil y nómada. 


Lo que hace Raúl Zurita en «El grafiti más bello del mundo» merece un párrafo aparte: la calle de la que nos habla es en realidad la vida. Y para decidirse a transitar esta calle el poeta nos dice que es necesario contar con la disposición a la rotura, al derrumbe, al entusiasmo y al delirio. Toda esta teoría poética y existencial se desprende de un grafiti con el que se topa en São Paulo. El de Zurita, como la madalena proustiana, trae a mi memoria otro grafiti que el año pasado me hallé en una calle de Granada mientras, un poco perdida, intentaba determinar por cuál de todas esas estrechas calles llenas de vericuetos y pasadizos podría volver a mi hotel. Estaba justo en el filo de una esquina desde la que se podía ver la Alhambra y decía: «Me gustas más que la Alhambra». Zurita tiene razón: lo que está escrito en las paredes de las ciudades es otra clase de recorrido o viaje por el lenguaje y el sentido. 


Cuando intuimos que nos hemos perdido, aflora una sensación de extrañeza: todo nos parece nuevo y desconocido, lo observamos con la atención de quien quiere hallar pistas para orientarse. Y es justamente esta percepción afectada por el extravío la que induce la aparición de una mirada inédita que nos vuelca a un mismo tiempo sobre el entorno y hacia nuestra interioridad. Esta antología nos ofrece la oportunidad de perdernos en la fractalidad de significados que pueden tener todas esas calles que hemos hecho nuestras, sabiendo que, en realidad, son inasibles y comunales.



Sara Uribe es poeta y ensayista. Algunos de sus libros son Materia que arde: Rosario Castellanos, Antígona González y Un montón de escritura para nada.


Habla, ciudad es una compilación de textos de las siguientes editoriales: Alacraña, Editorial Almadía, Ediciones Antílope, Aquelarre Ediciones, Canta Mares, Dharma Books, Elefanta Editorial, Festina Publicaciones, Grano de Sal, Gris Tormenta, Impronta Casa Editora, La Cifra Editorial, Minerva Editorial, Palíndroma y Polilla Editorial. El libro se distribuye de manera gratuita alrededor del Día del Libro, en abril 2025.

La antología cuenta con textos de Mateo Alemán, David Le Breton, Jorge Comensal, F.J. Erskine, Carlos Ferráez, Mariana Giacomán, Siobhan Guerrero Mc Manus, Amalia Guglielminetti, Antonio Jiménez Morato, Pablo Katchadjian, Miguel Orduña Carson, Gilles Sebhan, Santiago Solís, Lyonel Trouillot y Raúl Zurita, además del prólogo de Sara Uribe.

Habla, ciudad es parte de una pequeña colección de libros que, año con año, han celebrado la colectividad en la edición independiente en México.


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