Narradores sin alma
Fragmento de Where Europe Begins, de Yoko Tawada.
22 de marzo 2021
Una de las palabras alemanas a las que me he apegado más y más en los últimos años es la palabra Zelle, «celda». Esta palabra me permite imaginar un gran número de pequeños espacios vivos dentro de mi cuerpo. Cada espacio contiene una voz que cuenta una historia. Es por eso que estas celdas pueden compararse con otras: las cabinas telefónicas, los espacios que habitan los presos y los monjes.
Es muy bello cuando una cabina telefónica se ilumina por la noche en una calle oscura. En el barrio de Tokio donde crecí, había un parque lleno de nogales. En una esquina del parque había una cabina telefónica muy popular entre las chicas jóvenes. Desde el atardecer hasta la medianoche estaba continuamente ocupada. Tal vez las chicas podían desplegar mejor su talento para contar historias en esta cabina que en casa con sus padres. Tomaban el auricular con firmeza y miraban a su alrededor con ojos vivos y vacíos, como si pudieran ver a la persona con la que hablaban en algún lugar del aire. Esa caja de cristal transparente iluminada por dentro, donde las niñas pasaban tanto tiempo, se distinguía entre las siluetas oscuras de los árboles del parque: esta imagen me fascinaba ya entonces, cuando yo misma era una niña. Pero el tema de las conversaciones de las jóvenes era de poco interés. Hablaban sobre todo de los chicos con los que salían. A veces la cabina parecía un árbol transparente ocupado por un espíritu arbóreo. El cuento japonés «La princesa de bambú» comienza con un anciano que ve un tronco de bambú luminoso y lo corta. En su interior descubre una niña recién nacida que decide criar con su mujer. El cuento termina con la niña, que se ha convertido en una mujer adulta, volando de vuelta a su verdadero lugar de origen: la Luna.
La cabina telefónica nocturna también podría haber sido una nave espacial que acababa de aterrizar en el parque. Los hombres de la Luna han enviado a la Tierra a una niña lunar para que les informe sobre nuestra vida. La chica está haciendo su primer informe. ¿Qué diría sobre el parque? ¿Tendrá mucho que contar tan poco tiempo después de su llegada?
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No tiene nada que ver con el ascetismo que alguien se siente en una celda y escriba. Tiene mucho más que ver con la activación de las celdas vivas que conforman sus propias cabinas telefónicas, las celdas de los monjes y de las prisiones en su propio cuerpo. En estos espacios cerrados se cuentan innumerables historias. Cuando escribo, trato de escuchar las historias que vienen del interior de mi cuerpo. Cuando escucho, me doy cuenta de lo desconocidas que me resultan mis propias celdas. Están formadas por lo que he heredado y lo que he comido. Así, a menudo sucede que una historia que escucho dentro de mi cuerpo me parece cronológica o geográficamente distante.
Pero ¿se puede entender el lenguaje de las celdas? La pregunta me trae a la mente la imagen de otra celda: la cabina de los intérpretes simultáneos. En los congresos internacionales se ven a menudo estas hermosas cabinas transparentes en donde los traductores se instalan para contar historias: desde ahí traducen, es decir, cuentan de nuevo historias que ya existen. Los movimientos de los labios y los gestos de cada intérprete y la forma en que cada uno de ellos mira a su alrededor mientras habla son tan variados que resulta difícil creer que todos están traduciendo un texto único y compartido. Y tal vez no sea realmente un texto único y compartido después de todo; tal vez los traductores, al traducir, demuestran que ese texto es realmente muchos textos a la vez. También el cuerpo humano contiene muchas cabinas en las que se realizan traducciones. Sospecho que todas ellas son traducciones para las que no existe un original. Sin embargo, hay personas que suponen que todo el mundo recibe un texto original al nacer. Llaman alma al lugar en el que se almacenan estos textos.
Fragmento de «Storytellers without souls», en Where Europe Begins, de Yoko Tawada. New Directions, New York, 2002.
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