La memoria obsesiva
Gabriel Wolfson comparte algunas lecturas de infancia, clásicos personales y libros que forman parte de su biblioteca, dividida entre el trabajo y su casa.
6 abril 2022
En esta serie de entrevistas alrededor de la lectura, Gris Tormenta desea mostrar a un lector obsesionado con un puñado de libros; una obsesión que invite a otro lector a asomarse a una mente, a una manera ajena de leer, y acercarse a esos títulos que quizá desconozca o no ha leído todavía. ¿Cómo y por qué se desarrollan sentimientos por un libro en particular? ¿Qué provocaciones podemos encontrar en la exposición de esas emociones? ¿Podemos llegar al otro a través de sus lecturas?
¿Cuáles han sido tus lecturas más memorables, los libros que relees o podrías releer?
Ha habido muchas lecturas así en distintos momentos. De niño, Los agachados y La familia Burrón fueron tan memorables que, en efecto, me los sé de memoria, esa memoria absoluta de la infancia que, cuando esté marchando de este mundo, capaz y me trae de vuelta a Ruperto Tacuche saliendo embozado de la panadería, a don Briagoberto Memelas con los ojos a media asta o a Borola cavando un enorme estanque en el patio de la vecindad para criar peces con que contrarrestar el hambre atrasada. Hace poco, luego de casi treinta años, volví a leer unas páginas de De perfil, de José Agustín, y recordé que también me lo sé de memoria; en ese caso, la memoria obsesiva adolescente. Poco después llegaron los primeros libros, digamos, decisivos: Jorge Luis Borges, Augusto Monterroso, Julio Torri. Y después los odié, o al menos sentí que ya no me decían nada. Y entonces apareció otra serie de la cual, aunque ya la frecuento poco, no he terminado de despegarme: Respiración artificial, de Ricardo Piglia; El malogrado o Corrección o Maestros antiguos, de Thomas Bernhard; Lo que queda de Auschwitz, de Giorgio Agamben; y Los emigrados, de W. G. Sebald. Pero, ya repartidas las relecturas en el tiempo, creo que el libro que más veces he leído es Pedro Páramo, incluida una vez que lo leí completo en voz alta, para un pequeño público de amigos, en tres horas y media más o menos. Esto tuvo que ver con que me gusta mucho leer en voz alta para otros, y también con una anécdota preciosa que cuenta Aguilar Mora en su librito de Octavio Paz y Rulfo sobre la primera vez que él leyó Pedro Páramo: en realidad él no leyó el libro, sino que Sergio Magaña, el dramaturgo, al descubrir que aquel adolescente no conocía la novela de Rulfo, le dijo «siéntate» y se la leyó completa.
¿Cómo es tu biblioteca, cómo está catalogada?
Está dividida en dos: en mi casa y en mi cubículo de la universidad. En la uni tengo libros que uso para mis clases y muchos más que en algún minuto extraño he pensado que podría usar algún día para algún minuto extraño de alguna clase particular. Más bien creo que los tengo ahí para pensar que ese cubículo es mío. Entre ellos, por ejemplo, varios Ayacuchos negros y venerables, seis ediciones de La Regenta o bien siete u ocho libros variados que uso para dar una clase específica sobre Morirás lejos (el único gran libro de José Emilio Pacheco para mi gusto). En mi casa, donde está la mayoría de los libros, hubo alguna vez un orden, por países, digamos, pero ya no existe más. Ahora mismo creo que hay cuatro secciones: 1) libros que acabo de leer en los últimos tres o cuatro años; 2) libros que no he leído y que quiero leer, o que pienso que leeré pronto; 3) el resto de los libros, donde están libros leídos y libros no leídos pero que, salvo milagro de afinidad repentina, no leeré nunca; y 4) primeras ediciones de literatura mexicana del XX, donde hay cosas nada valiosas y que a nadie le importan pero a mí sí, como las primeras de El apando, De perfil, La señal, la de mi libro favorito de Alfonso Reyes, El suicida, o el número 3 de la revista El Maestro, donde apareció por vez primera «La suave patria», de Ramón López Velarde.
Un libro que te haya gustado mucho y que pocos han leído.
Sastrerías, de Samuel Walter Medina. Durante años lo tuve solo fotocopiado y engargolado, y un día una amiga de un amigo, que trabajaba entonces en Ediciones Era, me dijo que en la bodega tenían algún ejemplar y me lo regaló. Hace unos veinte años, me parece, hubo cierta tendencia a descubrir o desempolvar raros, y entonces reaparecieron Juan Filloy, Libertad Demitrópulos, Juan Emar, Antonio Di Benedetto, Pablo Palacio, etcétera; en el caso mexicano, Francisco Tario o Carlos Díaz Dufoo Jr. No sé cómo ni por qué, pero a Samuel Walter Medina nadie lo rescató.
¿Cuáles libros has regalado o podrías regalar muchas veces?
Regalé varias veces La vida instrucciones de uso, de Georges Perec, y también El color del verano, de Reynaldo Arenas, y también, hace veinte años, Los detectives salvajes. Recientemente el libro que más veces he regalado es Las posibilidades del odio, de María Luisa Puga. He leído en los últimos dos años algunos de los libros de Puga, pero ese, el primer suyo, me sigue alucinando y, aunque Siglo XXI distribuye horrible, se puede conseguir con facilidad. Me gustaría regalar Los trovadores, de Luisa Josefina Hernández, pero, hasta donde entiendo, solo existe en su primera edición.
¿Cuál es el mejor libro que te han regalado?
He recibido muchos libros maravillosos. Tres, entre otros, de la última década: Entre las cuerdas. Cuadernos de un aprendiz de boxeador, de Loïc Wacquant; Los 70 a destajo. Ajoblanco y libertad, de José Ribas; y El gran cuaderno, de Agota Kristof. Pero ahora recuerdo que Respiración artificial, de Piglia, lo leí por primera vez, y fue decisivo para mí, gracias a que un día acompañé a un amigo de entonces —estoy hablando de 1995, más o menos— a buscar no sé qué en un Chedraui y vio ese libro —una edición colombiana, de Oveja Negra, con Kafka en la portada—, lo compró y me lo regaló.
Tu libro más caro.
Tal vez uno que también, por cierto, me regaló un amigo hace como dos o tres cumpleaños (pero ahí hay trampa: era un libro que yo tenía apartado en una librería, es decir, estaba claro que deseaba ese libro, pero me resistía porque era carísimo): La destrucción de los judíos de Europa, de Raul Hilberg.
Un libro robado.
De Alemania, de Ulises Carrión. Un minuto antes de que arrancara la euforia por Carrión yo tenía ya noticia suya gracias a que Luis Felipe Fabre me había hablado de él cuando estaba escribiendo el ensayo correspondiente que incluiría en Leyendo agujeros. En una plática con un gran amigo, el Gallo López, salió que él tenía un libro de Carrión y, como no le daba mucha importancia, me lo prestó. Y yo me lo quedé para siempre. Después, tras el boom Carrión, De Alemania cobró otro valor. Pero mi amigo el Gallo aceptó que ese libro ya era mío.
Algo que no hayas leído todavía.
El hombre sin atributos, de Robert Musil, que sí espero leer algún día. Los Cantos de Ezra Pound, también. Los miserables y Cumbres borrascosas y Jane Austen. Nada de eso. Y nada de H. P. Lovecraft, pero eso no creo leerlo nunca.
Algo que «tenía que gustarte» y no te gustó.
Una novela de Raduan Nassar, un escritor brasileño ahora muy valorado; tampoco, por cierto, Cerca del corazón salvaje, de Clarice Lispector, que recuerdo cursi e insoportable. Esperaba mucho más de El pabellón de oro, de Yukio Mishima. Más en nuestro contexto, nada de lo que he leído de Enrique Serna.
Algo que hayas aprendido de un libro recientemente.
Muy recientemente, dos cosas: 1) Que la idea de universidad con la que todavía fantaseamos o de la que no podemos librarnos no viene de las viejas universidades medievales que siempre sacaba yo a colación, sino de los alemanes decimonónicos (esto en un libro llamado El mito de la universidad, de Claudio Bonvecchio); 2) que se puede narrar algo como la comunicación con un dios oscuro y terrible, el contacto, la invocación y la presencia de esa divinidad, sin retórica insoportable, sin humor involuntario, con verosimilitud; sin pensar en un público solo de fans ni en tal cosa como literatura juvenil (en Nuestra parte de noche, de Mariana Enriquez).
Gabriel Wolfson (Puebla, 1976) es escritor, crítico literario y editor. Entre su obra se encuentran Ballenas, Profesores y Be y pies. Es profesor en la Universidad de las Américas Puebla y edita en el sello Cabezaprusia, un proyecto de Profética, Casa de la Lectura.