Escribir leyendo
Una charla a propósito de ‘Fallar otra vez’, el libro que Alan Pauls ha publicado en la colección Editor de Gris Tormenta.
10 abril 2023
Pablo Duarte y Luigi Amara —editores, además de escritores— conversaron en torno al libro Fallar otra vez, de Alan Pauls, en la librería El Desastre de la Ciudad de México. Compartimos, a continuación, un fragmento de la charla.
Pablo Duarte (PD): Fallar otra vez, del escritor argentino Alan Pauls, es el título siete de la colección Editor de Gris Tormenta, una colección alrededor del libro. En Fallar otra vez nos imaginamos al autor que acaba de poner el punto final del escrito, y entonces llega la primera pregunta —quizá la primera pregunta que cualquier persona se hace cuando termina de escribir y deja descansar el texto—: ¿por qué es tan difícil corregir?
Nos acompaña en esta plática Luigi Amara. Y quería comenzar justamente con eso, Luigi: ¿cómo te llevas y te has llevado con la corrección? Imagino que ha cambiado desde que empezaste a escribir, y particularmente porque has sido editor durante mucho tiempo. Pienso que la perspectiva es diferente si una persona, además de escribir, sabe corregir y editar.
Luigi Amara (LA): Empiezo diciendo que el libro me gustó por todo lo que propone, pero no estoy de acuerdo en nada [risas]. Me simpatiza el titular porque es problemático. La perspectiva que propone Pauls me parece extraña, porque dice que odia corregir; de hecho, llega a la provocación de que corregir es imposible. A mí me encanta corregir, siempre lo he disfrutado. Lo difícil para mí es comenzar. Una vez que está el texto, ya es puro placer el cómo mueves, desarticulas y reacomodas; es casi un juego. Por eso, al inicio de la lectura del ensayo, yo me coloqué en el polo opuesto. Luego me di cuenta de que era más complejo, pues en realidad Alan Pauls presupone que hay dos etapas: una de escritura y otra de corrección. Y eso es lo problemático. Toma, como ejemplos, los casos de tres grandes escritores del siglo XX: Proust, Joyce y Beckett —de quien sacó el título del texto—, que eran correctores monstruosos, compulsivos. En esos casos había una cuestión material de la corrección que, posiblemente, ya no ocurre en nuestra época. Ahora, por ejemplo, se puede hacer con post-its o con el control de cambios en un documento digital; antes era con flechas, pegostes, añadidos. Eso tenía que ver con una parte corporal y material de la escritura —que también me encanta. Por esa razón pensé: ¿cómo que no se puede disfrutar esa etapa?, ¡es absurdo! Entonces, ¿cómo era posible que esos tres escritores fueran correctores compulsivos? La respuesta de Pauls es que no estaban corrigiendo, sino sobrescribiendo. Y ahí me di cuenta de la trampa que nos ha tendido: distinguir entre escritura y corrección, entre escritura y sobrescritura. Ahí está el meollo de todo. Para mí, la escritura es un continuo, no una etapa. De lo contrario, pienso que es problemático marcar divisiones: ¿cuál es la primera etapa? ¿Una de inspiración, de genio? ¿Y otra de oficio, de trabajo? Esa idea es insostenible. La escritura, como yo la entiendo, es un proceso de ida y vuelta, en el que la corrección es parte importante de la escritura porque es escritura. Me resulta curioso, por ejemplo, que haya autores que tuitean: «Hoy ya escribí quince páginas» o «Alcanzando la página noventa de mi novela» [risas]. Está bien que informen, pero, por lo menos en mi experiencia como escritor, el proceso nunca es así, numérico, progresivo, aritmético. Siempre entras en conflicto, tachas, borras, te pierdes, abandonas, retomas, corriges, vuelves a empezar.
Eso, por un lado. Por el otro, también me di cuenta de que tiende otra trampa, hace otra distinción: corregir para la industria —entiendo que el texto fue, originalmente, una conferencia para guionistas— y corregir como búsqueda experimental, por una preocupación formal. En el primer caso, si la industria está de por medio, la corrección puede ser una intromisión en la escritura; ahí yo también la odio. La industria te pide que te ciñas a ciertos parámetros, que corrijas de tal forma, y lo haces. Por eso no creo que sea fácil poner en un mismo saco esos dos tipos de correcciones. Sentí mucha incomodidad al leer el libro.
PD: Tu incomodidad también la detecta Julián Herbert en el prólogo, porque escribe que de Pauls admira su «habilidad literaria de escurrir el bulto». El bulto que está esquivando es justo el tema de no hablar de corregir, sino de sobrescribir. Cambia los términos en algún momento. Al hacer eso, echa luz sobre el para qué. Uno corrige para que te acepten el texto que te van a pagar, o corrige para ese plan que tenías, casi siempre elusivo y poco claro.
También habla de la escritura colectiva. Menciona, como dices, a Proust y a Joyce —y a sus editores, quienes sufren de la escritura sobreabundante de sus autores. Pero muchas veces, gracias a sus lecturas, un escritor puede dejar quieto ese libro que podría seguir escribiendo. Entonces, Fallar otra vez también es un alegato a favor de la lectura colectiva.
LA: Sí, y hay dos vertientes, la del autor que le cree al editor y la del autor que se aferra a su idea. Un escritor puede ser ambos en distinto tiempo y en función de muchas circunstancias. No necesariamente es idiosincrásico. Para mí, una idea importante de corregir es recortar: primero hay sobrescritura y luego hay que recortar el texto —o al revés, cuando lo que un texto necesita es farragocidad. Durante la corrección te fijas en la materialidad del texto. Es el momento en el que te distancias de lo que se está diciendo y te detienes más en la forma, en cómo procede el lenguaje, en cómo choca, en cómo hace cosas que no te imaginabas o, a veces, no logra nada. Es una labor no del uso del lenguaje, sino de su textura. En ocasiones, cuando ya no veo nada en uno de mis textos, necesito estar en un estado alterado de conciencia para decir: «mira, este párrafo no funciona». Eso lo aprendí de las clases de Salvador Elizondo. Él se preguntaba: «¿Cuál es el único criterio estético válido para leerte a ti mismo? ¿Desde dónde te puedes leer?». La idea era leer el texto en una resaca monumental frente al espejo. Esto lo había leído Elizondo de un poeta inglés. Si tu texto pasa la prueba, estás del otro lado. Un día lo intenté. Es una prueba brutal, porque estás en un estado precario, pero al mismo tiempo de descubrimiento. Ya no corrijo así, claro [risas]. Pero creo que funciona porque te fijas en cuestiones que no te fijabas. Alan Pauls dice que en la corrección te encuentras con tus vicios, debilidades, frases hechas, clichés. A menos que seas narcisista, ver tus defectos y tus vicios está bien, es necesario, pues tus debilidades pueden ser tu fuerza.
PD: Y esa es una de las ideas de Pauls: que las personas que escriben son una repetición de sus vicios. Al final, incluso te acaban encantando. Pauls también compara la corrección con la traducción, la idea del lenguaje desnaturalizado. Cuando corriges, te enfrentas no solo con un yo medio desconocido o visto con un prisma raro, sino que es el momento en el que estás en contacto con el lenguaje ajeno y problemático; es casi como un ente adverso con el cual no tienes esa relación tan natural o incuestionable del día a día, o de cuando estás escribiendo.
LA: Exacto, es la materialidad del lenguaje. Durante la corrección estás en una especie de lucha cuerpo a cuerpo. O en un baile. Es una situación que no puedo separar de la escritura. No se me ocurre que a eso se le llame no escritura o sobrescritura o extraescritura, porque en todo momento, en menor o mayo grado, esa conciencia está presente. La puedes exacerbar en otra etapa —cuando lo imprimes, por ejemplo. Antes sucedía cuando escribías a máquina: lo sacabas y luego hacías una nueva versión. Incluso ahí es volver a sumergirte en la textura de lo escrito.
Estoy de acuerdo con lo que dice Julián sobre que es extraño el término corregir, porque nos lleva hacia una idea policiaca, higienista, moral; es decir, «está mal y hay que enmendarlo». Un corrector de estilo sí tiene esa función, de enmendar lo que está realmente mal. Aunque también hay correctores de estilo que corrigen lo que no lo está.
PD: Pienso que Pauls revela el truco de su ensayo cuando pasa de pensar la idea de la corrección como deseo o sobrescritura a verla como el síntoma que cada escritor o escritora tiene, que ya no solo lo quiere curar, sino también perseguir, profundizar, eternizar. Y luego está la parte de la duda. En algún momento, Pauls hace una especie de refrán: «Habrá que hacerlo todo otra vez», que se aplica no solamente a la corrección, sino al proceso de escritura completo. Después de todo, el ensayo se enfoca en un momento de final, uno de «ya acabé, voy a ponerme a corregir». Pero las ideas, las dudas, todas las razones que te animan están presentes en mayor o menor medida desde el inicio. No es un corte tan abrupto, sino que uno empieza a escribir con esas dudas.
LA. Sí. Además, pienso que la corrección resulta problemática cuando la usas para meterle mano a un texto antiguo. Ahí creo que sí se aplica lo que Pauls dice. Octavio Paz sería un caso extremo de esto. A los setenta años seguía corrigiendo los poemas que escribió a los dieciocho. Ahí la corrección no solo es imposible, sino absurda. Es decir, solo por una idea extraña de ti mismo, o de la posteridad, le meterías mano a tus textos de juventud, porque, de hecho, te llevaron a ser lo que ahora eres. Me ha pasado. De repente he intentado retomar un texto que dejé abandonado, pero volver a sintonizar con él es difícil. En ese sentido sí estoy de acuerdo con Pauls, de que hay un punto en donde corregir o retomar un escrito es imposible.
En el otro extremo estaría el caso de César Aira, quien presume no corregir. No sé si sea cierto. Pero, en dado caso, se desentiende de los textos publicándolos. Hace otro libro. Eso es como un programa conceptual que tiene.
PD: La novela siguiente corrige a la anterior.
LA: Exacto. Es como el anti-Octavio Paz [risas]. Pero la postura extrema de Aira solo tiene sentido en función del programa conceptual que él tiene —y que el resto no tenemos. Nosotros debemos de situarnos en un punto intermedio entre esas dos aberraciones. En algún sentido, Pauls mañosamente juega entre ambos. Al final dudé en dónde está, porque «Probar otra vez, fallar otra vez, fallar mejor», la frase de Beckett, está más cerca de la política de Aira: en vez de corregir, haces otro libro para fallar otra vez. Alan Pauls claramente no hace eso. Él sí corrige. Entonces, ¿en dónde está?
PD: Tal vez ese es el truco. Retomo la expresión «escurrir el bulto»: empezamos corrigiendo y terminamos sobrescribiendo. Julián menciona en el prólogo que corregir, en la época de Beckett y Joyce, era diferente. Me imagino a un viejito eminente, bien pagado, que pasaba el día corrigiendo. Hoy, la materialidad de la corrección es muy diferente, los salarios no dan. Por lo general, la hace un becario mal pagado. Ahora, hay una figura desaparecida, ese editor amigo, culto, leído.
LA: Claro, pero esa es la corrección técnica. Creo que Fallar otra vez plantea qué pasa con la corrección como problema, como pregunta, como inquietud. Ese es el gran mérito del libro, y que va justo con el espíritu de la colección Editor de Gris Tormenta.
Releí también el libro El factor Borges, de Pauls. No encontré nada sobre la corrección, pero te das cuenta de que es buen lector. Hace una buena lectura de Borges. Habla, por ejemplo, del parasitismo borgiano, o plagio vil. Decía: «A usted le gusta copiar»; «No, a mí me gusta plagiar».
Pienso que corregir es darle pie a la parte lectora de todo escritor. Me gusta esa etapa, porque entra en juego una mirada no desde dentro, sino desde fuera. Es manejar el linaje de lector, el bagaje, los descubrimientos; es escribir por otros medios. Llamarle sobrescritura me parece mañosón, porque supone que hay una etapa idílica, feliz, inspirada, de escritura, y luego una tortuosa, odiosa, dificultosa, de corrección.
PD: En mi caso, el trabajo de corrección me gusta. Pasamos de hablar de corrección a conversar sobre el disfrute de la escritura. Abrazar la idea de que la escritura no se acaba; de que, corrigiendo, uno no va a escribir mejor. Fallar otra vez es un libro sobre la voz y el estilo. Sobre llegar al gozo del estilo propio. De llegar por el camino de la corrección. Primero es sufrimiento, pero al final de cuentas aprendemos a querer esa incomodidad.
LA: Aunque hay casos. Por ejemplo, el del escritor Raymond Carver y su editor, Gordon Lish. Un caso dramático. Gordon Lish le metió mano salvaje a varios de sus libros; a uno le recortó casi el cincuenta por ciento. Esto lo supimos tiempo después. Leí ambas versiones de ese libro, la editada por Lish (De qué hablamos cuando hablamos de amor) y la original de Carver (Principiantes), que se publicó posteriormente. Pienso que Gordon Lish era un genio. No lo recortó para volverlo más legible, porque el original lo era, sino para crear una tensión que el otro no tenía. Le quitó, por ejemplo, la parte psicológica, la del comportamiento de los personajes, en la que Carver se detenía. Sin eso, reducidos a acción, los cuentos se vuelven más inquietantes, desconcertantes, y, según yo, mejores, desde el punto de vista de la escritura. Ese es el problema. Si tienes como corrector a Gordon Lish, deja que haga lo que sea. Pienso que sería necio no reconocer cuando hay un lector con esa curiosidad.
Retomo el libro de El factor Borges. Hay un capítulo dedicado a Borges lector. Borges todo el tiempo se vanagloriaba de que era mejor lector que escritor. Más allá del golpe de efecto que produce esta declaración, vemos que él sí estaba aplicando sus habilidades lectoras en su escritura. Es el arte extraño de escribir leyendo. También lo hizo Walter Benjamin en El libro de los pasajes. Es increíble cómo se puede escribir un libro fundamental de la filosofía del siglo XX a partir de recortes de lectura. Es la faceta del lector en la función de escritor. Por eso me seduce la corrección; de alguna manera, eso es lo que está en operación.
PD: Te transforma en esa otra persona.
LA: Te deslindas de cualquier fantasma de genio, inspiración o musa para verlo desde otro lugar. Ese tipo de libros no se deben a la inspiración, sino a largas horas de lectura, de estar tomando apuntes, subrayando.
Luigi Amara (Ciudad de México, 1971) es poeta, ensayista, traductor y librero en La Murciélaga. También fue director de Tumbona Ediciones. Ha colaborado en medios como La Tempestad, Letras Libres y Confabulario. Es autor de El cazador de grietas, Sombras sueltas, Las aventuras de Max y su ojo submarino y Nu)n(ca.
Pablo Duarte (Ciudad de México, 1980) es traductor, editor y ensayista. Algunos de sus escritos han aparecido en medios como Letras Libres, en donde fue editor digital. Es el autor de Ilegible y del prólogo de La lengua es un lugar. Escribe, además, en las antologías Nuevas instrucciones para vivir en México y Lo infraordinario.