Los secretos de los otros
Fragmento de I Could Tell You Stories, de Patricia Hampl.
5 octubre 2021
Aquello que la memoria «ve» debe ser visto a través de la facultad de la mente de fabricar imágenes. Las líneas paralelas de la memoria y la imaginación se cruzan al fin y el choque produce narrativa.
Por extraño que parezca, las memorias contemporáneas, en auge hoy en día —pues prácticamente han desplazado a la novela de las páginas de los suplementos literarios—, tienen sus orígenes no en la ficción, a la que parecen imitar y provocar, sino en la poesía. El impulso lírico desordenado —y no el suave avance de la trama— es el motor de la memoria. Destellos de momentos casi olvidados emergen de sus grietas.
Son esos momentos los que se niegan a permanecer enterrados, los que exigen ser habitados. Su chispa de significado se extiende hasta convertirse en un fuego narrativo salvaje. Pueden ser domesticados en una historia, pero la pasión que los engendró como imágenes pertenece a la noche salvaje de la poesía. Es el humilde detalle, como entendía ese gran memorialista que fue Nabokov, el que ordena a la memoria que hable: «acaricia el detalle —aconsejaba—, el detalle divino». Y al hacerlo —sugería implícitamente—, el mundo, aquel que se había perdido para siempre, regresa a raudales. Vivo, fantasmagóricamente real.
Kafka se llamaba a sí mismo «un recuerdo que cobra vida». Su compañero de ciudad, Rilke, también creía que la memoria, y no la «experiencia», es la que ocupa la posición de soberanía en la imaginación. Qué extraño que Kafka y Rilke, estos dos gigantes que representan las figuras solemnes, respectivamente, de El Escritor y El Poeta de la era moderna, fueran ambos muchachos de Praga, nacidos con apenas ocho años de diferencia, tímidos hijos de padres rígidos, creyentes en la palabra, profetas de la catástrofe que iba a consumir su mundo y a cambiar la literatura para siempre.
En Cartas a un joven poeta, ese libro breve que todo joven poeta lee en algún momento, Rilke escribió a un muchacho que estudiaba en la misma academia militar donde él mismo lo había pasado tan mal. Le escribió, sin duda, a su yo más joven, así como a ese estudiante y poeta desconocido, Franz Zaver Kappus. Aunque el muchacho sólo tenía 19 años, Rilke no lo envió hacia adelante, hacia la experiencia, sino profundamente hacia adentro, hacia la memoria como el mayor «tesoro» disponible para un escritor.
«Aunque te encuentres en una prisión —dice Rilke en la primera carta— cuyos muros no dejan entrar ningún sonido del mundo, ¿no seguirías teniendo tu infancia, esa joya que no tiene precio, ese tesoro de recuerdos?»
Fragmento de «Other People’s Secrets», en I Could Tell You Stories, W. W. Norton, Nueva York, 1999.
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