Una hoja vieja

Cien años después, este cuento de Kafka parece hablarnos de nuevo, con una voz contemporánea.

24 abril 2020


Es como si se hubieran descuidado muchas cosas para la defensa de nuestra patria. Hasta ahora nos hemos desentendido de ello y nos hemos dedicado a hacer nuestro trabajo, pero los acontecimientos de los últimos tiempos nos preocupan.

Tengo un taller de zapatería en la plaza que está ante el palacio imperial. Apenas abro mi tienda al amanecer ya veo los accesos de todas las calles que llegan hasta aquí ocupados por gentes armadas. Pero no se trata de nuestros soldados, sino, evidentemente, de nómadas del norte. De una forma incomprensible para mí se han abierto paso hasta la capital, que, sin embargo, está muy alejada de la frontera. En cualquier caso, están aquí y parece que cada día hay más.

Conforme a su modo de ser, acampan al aire libre porque detestan las casas. Ocupan su tiempo en afilar las espadas, sacar punta a las lanzas, hacer ejercicios a caballo. Han hecho un verdadero establo de esta tranquila plaza mantenida siempre escrupulosamente limpia. Bien es verdad que nosotros a veces intentamos salir de nuestras tiendas y quitar al menos la mayor parte de la basura, pero cada vez ocurre esto con menos frecuencia porque el esfuerzo es inútil y además nos pone en peligro de caer bajo los furiosos caballos o ser heridos por el látigo.

No se puede hablar con los nómadas. No conocen nuestra lengua y apenas tienen una lengua propia. Entre sí se entienden de una forma parecida a como lo hacen los grajos. Una y otra vez se oye ese grito de los grajos. Nuestra forma de vida, nuestras instituciones, les son tan incomprensibles como indiferentes. Por esta razón también se niegan a adoptar todo lenguaje por señas. Ya te puedes dislocar las mandíbulas o retorcerte las manos en torno a las muñecas, ellos no te han entendido ni jamás te entenderán. A veces hacen muecas, entonces el blanco de los ojos les da vueltas y les sale espuma por la boca; sin embargo, no pretenden decir nada con esto ni tampoco quieren asustar, lo hacen porque es su forma de ser. Toman lo que necesitan. No se puede decir que usen de la violencia; ante su intervención uno se echa a un lado y lo deja todo a su merced.

También han cogido más de una buena pieza de mis provisiones, pero no me puedo quejar de ello si veo cómo le va al carnicero. Apenas introduce sus mercancías ya se lo han arrebatado todo, y todo es devorado por los nómadas. También sus caballos comen carne. A veces un jinete está tumbado junto a su caballo y ambos se alimentan con el mismo trozo de carne, cada uno por una punta. El carnicero tiene miedo y no se atreve a poner fin al suministro de carne. No obstante, nosotros lo comprendemos, juntamos dinero y lo ayudamos. Si los nómadas no recibieran carne alguna, quién sabe lo que se les ocurriría hacer. De todas formas, quién sabe lo que se les ocurrirá hacer incluso consiguiendo diariamente la carne.

Hace poco el carnicero pensó que podría ahorrarse, al menos, el esfuerzo de matar, y por la mañana trajo un buey vivo. Jamás volverá a repetirlo. Yo permanecí tumbado aproximadamente una hora en la parte de atrás de mi taller, aplastado contra el suelo y con todas mis ropas, cobertores y almohadas colocados sobre mí, solo por no oír los mugidos del buey sobre el que se arrojaban los nómadas desde todas partes para arrancar con los dientes trozos de carne caliente. Ya hacía rato que todo estaba tranquilo antes de yo me atreviera a salir. Cansados, estaban tumbados en torno a los restos del buey como los borrachos alrededor de un barril de vino.

Precisamente en aquella ocasión me pareció haber visto al mismo emperador en una ventana del palacio. Nunca en otras ocasiones viene a estos aposentos exteriores, habita solamente el jardín más interior, pero, en esta, al menos, así me lo pareció, estaba en la ventana y miraba con la cabeza agachada lo que ocurría ante su palacio.

¿Qué ocurriría?, nos preguntamos todos, ¿por cuánto tiempo aguantaremos esta carga y este tormento? El palacio imperial ha atraído a los nómadas, pero no saben cómo expulsarlos de nuevo. La puerta permanece cerrada. La guardia, que antes entraba y salía desfilando solemnemente, permanece ahora detrás de las ventanas enrejadas. La salvación de la patria nos ha sido confiada a nosotros, artesanos y comerciantes, pero nosotros no estamos en condiciones de hacer frente a semejante misión, tampoco nos hemos vanagloriado nunca de ser capaces de ello. Esto es un malentendido y nosotros perecemos como consecuencia de él.





«Una hoja vieja» (1919), en La metamorfosis y otros relatos, de Franz Kafka, traducción de Ángeles Camargo. Cátedra, Madrid, 2009.


Los extractos que compartimos tienen como única finalidad la divulgación literaria y artística. Los derechos reservados sobre estas obras corresponden a su autor o titular.



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