Ficción de fuga
Ángeles González-Sinde habla sobre sus motivos literarios: la irrevocable dependencia de la escritura. El ensayo es parte de la antología ‘Por qué escribo — Hay Festival’ que publicó Gris Tormenta, en conjunto con el festival, en 2018.
27 abril 2020
Una se contiene, intenta no volver a caer, pero a veces es muy difícil. Hay días en que, francamente, ocurren cosas sobre las que resulta imposible no escribir. Sé de lo que hablo. He intentado dejarlo varias veces. Cuando era joven, por ejemplo, me resistía con firmeza a escribir. Tardé en empezar. Primero busqué otros empleos, ocupaciones convencionales, pero de una manera o de otra la maldita escritura se interponía: que si una traducción, que si un texto para un dossier. Finalmente tuve que ceder a la presión y me apunté a un curso de escritura cinematográfica. Sin embargo, no estaba dispuesta a ser absorbida por las letras sin presentar batalla, y en cuanto pude me inscribí en otra especialidad en otra escuela de cine, a ver si, con perseverancia y buenos maestros, lograba enderezar mi rumbo. Me pasé a la producción, donde estaba segura de que nada me haría bregar con el relato y su estructura, el punto de vista o los diálogos, sino con situaciones prácticas, concretas: alquilar un camión, organizar un rodaje, contratar un catering… No lo logré. De los tres cortometrajes que produje, solo logré no colaborar en la escritura de uno. Derrotada, me rendí, y al segundo año, rogué, imploré que me aceptaran de vuelta entre los guionistas, y así, humillada, abandoné la producción y regresé a la senda.
Pasaron unos años en que me resigné a que la escritura fuera mi medio de vida. Siendo la escritura para cine y televisión un género muy menor, sin ambiciones literarias, vivía tranquila, engañándome a mí misma, diciéndome que no escribía realmente. Así pasaron diez años. Al terminar el décimo, una inquietud, un hastío se apoderaron de mí. Algo me faltaba, me sentía intranquila, insatisfecha con mi vida. ¿Por qué? Gozaba de estabilidad económica y prestigio profesional, tenía dos hijas pequeñas preciosas, ¿qué me faltaba? Como nos advertían nuestras madres, las malas compañías son las que nos empujan a las costumbres más dañinas. Dos amigos escritores me hablaron de una nueva substancia. Me aseguraron que colmaría mi vacío y que todo volvería a ser como antes. Dudé mucho, pero una noche en la cocina, a la hora de cenar, rodeada de mis hijas, lo probé. De la manera más inocente, como un juego, nació en mi cabeza un personaje y una historia. En cuanto acosté a las niñas me senté ante mi computadora y no pude parar. Tecleaba y tecleaba. Las frases se hilvanaban suavemente, sin esfuerzo, unas con otras. Ya no había productores, ni directores, ni actores que con sus críticas o exigencias me frenaran. No. Aquí no había plazos de entrega ni temporadas sin encargos. Esta nueva manera de escribir no tenía límite. Publiqué una novela. Luego otra. Y otra. Luego unos cuentos para niños. Luego artículos de prensa. Relatos. Obras de teatro. Incluso fotonovelas. Hasta tiras gráficas. Sin recato. Lo que se terciara.
Es verdad que he intentado curarme. Que a veces me harta pensar, vivir, sentir como una escritora. Me he metido en enormes líos para huir de la escritura y alejarme de ella definitivamente. Llegué a aceptar un cargo político de mucha responsabilidad porque me resultaba liberador que fuera incompatible con escribir. Pero no resultó. Si bien no escribía, al poco llenaba los márgenes de los borradores de mis discursos de anotaciones, flechas, tachados y paréntesis. Estaba reescribiendo a mis subordinados. Los últimos seis meses en el puesto fueron la debacle. Terminé por caer con toda la fuerza en el viejo vicio: empecé a llevar un diario, tomaba nota de cuanto me acontecía, a falta de otra cosa, en una tableta electrónica. Y es que es tan grande mi dependencia, que escribo en cualquier lado y sobre cualquier cosa, papelitos, tickets, recibos, catálogos, libretas. No soporto tirar un papel en blanco a la basura.
Seis años después, mi portátil está cascado. La tecla de la R se desprendió en una habitación de hotel de Lima hace meses, lo que dificulta y ralentiza la acción de escribir. Pero no me importa. Me arreglo con lo que sea. Como es costumbre en mí, lo estoy exprimiendo hasta que colapse, porque la sola idea de dejarlo y salir a la calle para meterme en una tienda y comprar otro me llena de desesperanza. Con mi portátil escribo en el metro, en el tren, en aviones, en un coche a 180 kilómetros por hora en una autobahn alemana, en la sala de espera del médico, en un banco de la calle, donde surja. Me da igual el ruido, me es igual la gente. Solo me molesta que fisgoneen la pantalla mientras escribo. Porque en ese momento escribir es segregar viscosidades y no todas presentables. Me abochorna. No se lo permito ni a mis hijas.
Puedo llegar a escribir muchas horas del tirón, aunque sé que después estaré seca un tiempo, mientras se vuelve a llenar el pozo. Eso no tardará porque, aunque no escriba, en realidad da lo mismo, pues siempre estoy pensando en escribir y mortificándome si no lo hago. «Un día sin escribir es un día desperdiciado», me repito como una consigna desde hace veinticinco años. Después de tanto tiempo con este sonido rítmico como banda sonora cotidiana, más me pesa lo que no empiezo que lo que acabo. Porque también hay una parte física en esta adicción. Mis yemas están acostumbradas a este pálpito, mis ojos a la pantalla. Ya de niña envidiaba a mi padre que tecleaba en una máquina de sonido electrizante. Me seducía el timbrazo del carro al pasar de línea o el rasguido al extraer del rollo una hoja terminada. Hay placer material y mental en el escribir, una compañía que me doy a mí misma mientras escribo, un consuelo, una solución, una ficción de fuga, una manera de ordenar lo inordenable. Poner nombre a las cosas, describirlas, precisarlas, me hace creer que son gobernables. Luego vuelven a revolverse, intolerables, y hay que escribir de nuevo.
Otra gente no escribe y yo les envidio, pero a estas alturas no me engaño. No es fácil ser como ellos.
Ángeles González-Sinde (Madrid, 1965) es guionista, directora de cine y autora de literatura infantil. Ha adaptado al cine varias novelas de autores como Almudena Grandes, Belén Gopegui, Elvira Lindo, Manuel Vázquez Montalbán y Marcela Serrano. Es ganadora de dos premios Goya por La buena estrella y La suerte dormida. Fue finalista del Premio Planeta con la novela El buen hijo. También fue ministra de Cultura de España entre 2009 y 2011.
Este texto se publicó en la antología Por qué escribo — Hay Festival con el título «Ficción de fuga: la irrevocable dependencia de la escritura». El libro puede leerse completo aquí.