La plaga llega a Venecia
En la novela de Thomas Mann de 1912, ‘Muerte en Venecia’, el cólera llega a la ciudad, causando una atmósfera de oscuridad y temor. Aquí un extracto.
8 mayo 2020
Estamos publicando textos breves, extractos de obras clásicas que dan testimonio de pandemias y plagas en la historia similares a la que estamos viviendo, y así reconocer que esto ha pasado antes y lo superaremos; que después de este camino nos espera de nuevo el mundo. Lee aquí otros textos publicados en esta serie.
Durante la cuarta semana en Venecia, Aschenbach hizo algunas observaciones desagradables relacionadas con el mundo exterior. Primeramente le pareció notar que, a medida que avanzaba la estación, la concurrencia parecía más bien disminuir que aumentar en el hotel. Advirtió especialmente que el alemán iba escaseando, hasta el punto de que llegó un momento en que en la mesa y en la playa su oído percibía solo sonidos extraños. Un día, en la peluquería adonde iba a menudo, atrapó una frase que le dejó preocupado. El peluquero habló de una familia alemana que se había ido, tras corta permanencia, y añadió, en tono ligero e insinuante: «Usted se quedará, caballero; usted no tiene miedo al mal». Aschenbach le miró replicando: «¿Qué quiere usted decir con eso?». El hablador enmudeció fingiendo distracción y pasó por alto la pregunta. Luego, cuando Aschenbach insistió más decididamente, declaró que no sabía nada, y, evidentemente desconcertado, procuró desviar la conversación.
[…] Al día siguiente, por la tarde, hizo un nuevo esfuerzo para investigar los acontecimientos del mundo exterior, y esta vez con todo el éxito posible. En la plaza de San Marcos entró en una agencia inglesa de viajes, y después de cambiar alguna moneda, dirigió al empleado que le había servido, adoptando un aspecto de forastero, desconfiado, la pregunta fatal. El empleado era un inglés auténtico […] y comenzó con la eterna canción: «No hay ningún motivo de alarma, señor. Una medida sin importancia seria. […] Pero, al levantar los ojos, se encontró con la mirada del forastero, una mirada cansada y un tanto triste, que con una ligera expresión de desprecio se posaba en él. El inglés enrojeció: «Esta es, al menos —siguió a media voz y con cierta vivacidad—, la explicación oficial, con la que aquí todos se conforman. Sin embargo, creo que hay algo más detrás de esto». Luego, en su lenguaje honrado y preciso, contó lo que realmente ocurría.
Hacía ya varios años que el cólera indio venía mostrando una tendencia cada vez más acentuada a extenderse. Nacida en los cálidos pantanos del Delta del Ganges, y llevada por el soplo mefítico de aquellas selvas e islas vírgenes, de una fertilidad inútil, evitadas por los hombres, en cuyas espesuras de bambú acecha el tigre, la peste se había asentado de un modo permanente, causando estragos inauditos en todo el Indostán; después, había corrido por el Oriente, hasta la China, y por Occidente hasta Afganistán y Persia. Siguiendo la ruta de las caravanas, había llevado sus horrores hasta Astracán y hasta el mismo Moscú. Y mientras Europa temblaba, temerosa de que el espectro entrase desde allá por la tierra, la peste, navegando en barcos sirios, había aparecido casi al mismo tiempo en varios puertos del Mediterráneo; había mostrado su lívida faz en Tolón, Palermo y Nápoles; había producido varias víctimas, y estallaba con toda su intensidad en Calabria y Apulia. El norte de la península había quedado inmune. Pero, a mediados de mayo, habían descubierto en Venecia, en un mismo día, los terribles síntomas del mal en los cadáveres ennegrecidos, descompuestos, de un marinero y de una verdulera. Estos casos se mantuvieron en secreto. Pero poco después se habían presentado diez, veinte, treinta casos más en diversos barrios de la ciudad. Un hombre de una villa austríaca, que había ido a pasar unos días en Venecia, había muerto en su tierra, al volver, mostrando síntomas indudables. De este modo habían llegado a la prensa alemana las primeras noticias de la peste. Las autoridades de Venecia respondían que nunca había sido más favorable el estado sanitario de la ciudad, y tomaban las medidas más necesarias para combatir el mal. Pero podían estar infectados los alimentos; las legumbres, la carne, la leche.
La peste, negada y escondida, seguía haciendo estragos en las callejuelas angostas, mientras el prematuro calor del verano, que calentaba las aguas de los canales, favorecía extraordinariamente su propagación.
Hasta se hubiera dicho que la peste había recibido nuevo alimento, duplicado la tenacidad y fecundidad de sus bacilos. Los casos de curación eran raros. De cien atacados, ochenta morían del modo más horrible; pues el mal aparecía con extraordinaria violencia, presentándose casi siempre en la más terrible de sus formas: la seca. El cuerpo no podía siquiera expulsar las grandes cantidades de agua que salían de los vasos sanguíneos. A las pocas horas, el enfermo moría ahogado por su propia sangre, convertida en una sustancia pastosa como pez, en medio de espantosas convulsiones y roncos lamentos. Podía considerarse feliz aquel en quien, como sucedía a veces, el ataque, después de un malestar ligero, se le producía en forma de un desmayo profundo, del que ya nunca, o rara vez, despertaba. Desde principios de junio, se habían ido llenando silenciosamente las barracas aisladas del hospital civil. En los dos hospicios empezaba a faltar sitio, y había un movimiento inmediato hacia San Michele, la isla del cementerio. Sin embargo, el temor a los perjuicios que sufriría la ciudad, las consideraciones a la exposición de cuadros que acababa de inaugurarse, a los jardines públicos y a las grandes pérdidas que el pánico podía producir en hoteles, comercios y en todos los que vivían del turismo, pudieron más en la ciudad que el amor a la verdad y el respeto a los convenios internacionales. Las autoridades siguieron, pues, tercamente su política de silencio y negación. El funcionario sanitario superior en Venecia, una persona honrada, había dimitido lleno de indignación, siendo remplazado inmediatamente por otra persona menos escrupulosa y más flexible.
El pueblo sabía todo esto, y la corrupción de los de arriba, junto con la inseguridad reinante y el estado de agitación e inquietud en que sumía a la ciudad la inminencia de la muerte, habían engendrado cierta desmoralización entre las gentes humildes; los instintos oscuros y antisociales se habían sentido animados de tal manera que podía observarse un desorden y una criminalidad crecientes. Por las noches circulaban, contra la costumbre, muchos borrachos; se decía que a altas horas nocturnas las calles no ofrecían seguridad; se habían presentado casos de atracos y hasta graves delitos de sangre. En dos ocasiones se había comprobado que personas aparentemente fallecidas a consecuencia de la peste habían sido, en realidad, víctimas del veneno de sus deudos, mientras la lujuria profesional tomaba formas desvergonzadas y degeneradas, que allí no se habían visto, y que solo podían encontrarse en el sur del país o en Oriente.
La deducción que de todas estas cosas sacó el inglés fue decisiva.
—Haría usted bien en marcharse, mejor hoy que mañana. Pues antes de muy pocos días nos habrán acordonado.
—Muchísimas gracias —respondió Aschenbach, y salió.
Thomas Mann (1875–1955) escribió Muerte en Venecia a principios del siglo XX. La novela está inspirada parcialmente en un viaje que el escritor realizó a la ciudad italiana en el verano de 1911, la cual es descrita como un lugar de apariencias donde brota una fatalidad: el cólera. Mann es considerado uno de los autores europeos más importantes de su generación y en 1929 ganó el premio Nobel. También escribió dos novelas que se han convertido en clásicos de la literatura: La montaña mágica y Los Buddenbrook.
Extracto de Muerte en Venecia (1912), de Thomas Mann, traducción de Martín Rivas.
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