Atrapado en un barco durante una epidemia

Willa Cather usa el diario de un médico para describir la atmósfera de la pandemia de gripe de 1918 (conocida como gripe española) a bordo de un barco de guerra en Uno de los nuestros, su novela de 1922, que se convirtió en un best-seller inmediato. Aquí un extracto.

15 mayo 2020

Making Sailors: Boatdrill, 1917, Frank Brangwyn, Tate.


Estamos publicando textos breves, extractos de obras clásicas que dan testimonio de pandemias y plagas en la historia similares a la que estamos viviendo, y así reconocer que esto ha pasado antes y lo superaremos; que después de este camino nos espera de nuevo el mundo. Lee
aquí otros textos publicados en esta serie.


El médico dijo que debían afrontar los hechos: una epidemia de gripe de un tipo particularmente sangriento y maligno se había declarado a bordo. Todo el mundo estaba un poco asustado. Algunos oficiales se habían encerrado en el salón de fumadores y bebían whisky y refrescos y jugaban al póquer todo el día, como si pudieran impedir así el contagio.


El teniente Bird murió esa misma tarde y fue enterrado al día siguiente, a la salida del sol, envuelto en una lona impermeabilizada, con un proyectil de más de ocho kilos en los pies. La mañana despuntó despejada y brillante y muy fría. El mar se enroscaba formando azules paredes de agua y el barco era arrastrado por un viento tan cortante como el hielo. Todos los chicos, salvo aquellos que estaban enfermos, asistieron: era el primer entierro en alta mar que habían presenciado y no podían evitar encontrarlo interesante. El capellán leyó las exequias mientras los demás estaban de pie con las cabezas descubiertas. La banda de Kansas tocaba una marcha solemne y el cuarteto sueco cantaba un himno. Muchos hombres apartaron la mirada mientras el saco marrón bajaba hacia las frías y agitadas crestas de color añil que parecían desprovistas de simpatía alguna hacia el ser humano. En un momento todo hubo acabado y continuaron su travesía sin él. […]


*


A la mañana siguiente, el doctor Trueman le pidió a Claude que le ayudara con los enfermos cuyos partes ya se habían entregado. […]


Cuando la revisión médica hubo terminado, Claude se llevó al doctor abajo para que viera a Fanning, que había estado tosiendo y respirando con dificultad toda la noche y no había salido de su litera. El reconocimiento fue breve: el médico supo cuál era el problema antes de utilizar el estetoscopio.


— Es neumonía, en ambos pulmones —dijo cuando salieron al pasillo—. Tengo un caso en el hospital que morirá antes del amanecer.


— ¿Qué puede hacer por él, doctor?


— Ya ve que estoy atado: casi doscientos hombres enfermos y un solo médico. Los suministros son completamente inadecuados. No hay suficiente aceite de ricino en este barco para purgar a estos hombres. Estoy usando mis propios medicamentos, pero no durarán hasta el final de una epidemia como esta. No puedo hacer mucho por el teniente Fanning, aunque usted sí puede si le dedica el tiempo suficiente. Puede cuidar mejor de él aquí mismo de lo que lo harían en el hospital, no tenemos camas libres allí.


*


Cuando Claude fue a ver a su cabo, el gran Tannhauser no le reconoció. Estaba delirando, hablando con su propia familia en el idioma de su infancia. Los chicos de Kansas habían centrado en él toda su atención. El mero hecho de que continuara hablando en una lengua prohibida en la superficie de los mares le hacía parecer más solo y sin amigos que los demás. […]


A las once en punto, uno de los hombres de Kansas vino a decirle a Claude que su cabo estaba empeorando rápidamente. La fiebre del gran Tannhauser se había ido, pero también todo lo demás. Yacía en medio del estupor. Tenía los congestionados ojos en blanco, dejando a la vista solo partes amarillentas. Su boca estaba abierta y la lengua le colgaba por fuera, hacia un lado. Desde el final del pasillo Claude había escuchado los espantosos sonidos que salían de su garganta, sonidos como vómitos violentos o el estertor asfixiante de un hombre que está siendo estrangulado y de hecho, se estaba ahogando. Uno de los chicos de la banda le trajo a Claude una silla plegable y dijo amablemente:


— No sufre. Ahora es algo mecánico. Se hubiese ido con más facilidad si no hubiese tenido tanta vitalidad. El doctor dice que puede que recobre la conciencia unos instantes justo antes de morir, por si quiere quedarse.


[…] Pasadas las tres de la mañana el ruido de la lucha cesó, de forma instantánea, la gran figura sobre la cama se convirtió de nuevo en su amable cabo. La boca se le cerró, las vidriosas gelatinas que eran sus ojos volvieron a ver una vez más; unos ojos inteligentes, humanos. Su cara había perdido ese aspecto hinchado y bruto y era de nuevo la cara de un amigo. Era casi increíble que algo que se había ido de esa manera pudiese volver. Miró con melancolía a su teniente como si le preguntara algo. Sus ojos estaban inundados de lágrimas y apartó ligeramente la mirada.


— Mein’ arme Mutter! —susurró claramente.


Unos instantes después murió con absoluta dignidad, sin luchar en medio de la tortura, pero conscientemente; a Claude le pareció un muchacho valiente que estaba devolviendo algo que no le pertenecía.


*


El cabo Tannhauser, junto con otros cuatro, fue enterrado a la salida del sol. Esta vez, sin banda; el capellán estaba enfermo, así que uno de los jóvenes capitanes leyó las exequias. Claude se mantuvo al margen observando hasta que los marineros arrojaron un saco, un poco más largo que los otros cuatro, hacia un abismo del color del plomo en el mar. Ni siquiera salpicó. Después del desayuno uno de los ordenanzas le pidió que fuera a una de las pequeñas cámaras donde habían preparado a los muertos para el entierro. Las normas del ejército especificaban minuciosamente lo que se debía hacer con las pertenencias de un soldado fallecido: su uniforme, sus zapatos, sus mantas, sus armas, su equipaje personal; se deshacían de todo de acuerdo a las instrucciones. Pero en todos los casos quedaban restos: el cepillo de dientes del muerto, sus cuchillas y las fotografías que llevaba consigo. Allí estaban en cinco patéticos montoncitos, ¿qué se debía hacer con ellos? Claude cogió las fotografías que habían pertenecido a su cabo. Una era de una joven gorda y con cara de tonta con un vestido blanco demasiado ajustado para ella, y un sombrero flexible y una bandera prendida en su abultado pecho. La otra era de una mujer mayor, sentada con las manos cruzadas sobre el regazo. Tenía su escaso pelo echado hacia atrás, tirante, su cara severa y angulosa —un rostro inconfundiblemente del viejo continente— y miraba entrecerrando los ojos a la cámara. Parecía honesta, testaruda y vacilante, pensó Claude, como si no entendiera ni lo más mínimo.


— Me quedo con estas —dijo— y las otras… simplemente arrójelas al mar, ¿no cree?





Willa Cather (1873–1947) fue una escritora que narró, a través de novelas y relatos, la vida cotidiana de Estados Unidos. El extracto que aparece aquí pertenece a Uno de los nuestros, novela sobre la vida de un joven soldado de Nebraska. Algunos pasajes de la historia, como el que aparece aquí, están inspirados en el diario que un doctor escribió mientras servía en un buque de guerra estadounidense, donde la tripulación fue devastada por la gripe española. En 1922, la novela ganó un Pulitzer y convirtió a Cather en una celebridad del mundo literario.

Extracto de Uno de los nuestros (1922), de Willa Cather, traducción de Beatriz Bejarano del Palacio. Nórdica, Madrid, 2013.

Los extractos que compartimos tienen como única finalidad la divulgación literaria y artística. Los derechos reservados sobre estas obras corresponden a su autor o titular.

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