El mundo del futuro es arrasado por la plaga
Mary Shelley publicó, en 1826, El último hombre en la tierra, una novela en donde imagina una pandemia que devasta a la humanidad. Aquí un extracto.
1 junio 2020
Estamos publicando textos breves, extractos de obras clásicas que dan testimonio de pandemias y plagas en la historia similares a la que estamos viviendo, y así reconocer que esto ha pasado antes y lo superaremos; que después de este camino nos espera de nuevo el mundo. Lee aquí otros textos publicados en esta serie.
¿Alguna vez han observado mis lectores las ruinas de un hormiguero inmediatamente después de su destrucción? En un primer momento este parece desierto de sus anteriores habitantes. Al poco se ve una hormiga avanzando penosamente por el montículo arrasado. Luego salen de dos en dos, de tres en tres, y corren de aquí para allá en busca de sus compañeras perdidas. Lo mismo éramos nosotros sobre la tierra, vagando aturdidos ante los efectos de la peste. Nuestras moradas vacías seguían en pie, pero sus habitantes se congregaban en la penumbra de las tumbas.
A medida que iban perdiendo efecto las reglas del orden y la presión de las leyes, hubo quienes empezaron a transgredir los usos acostumbrados de la sociedad, al principio con tiento y vacilación. Había muchos palacios desiertos y los pobres osaron al fin, sin que nadie les reprendiera por ello, internarse en aquellos aposentos espléndidos, cuyos muebles y ornamentos eran un mundo desconocido para ellos. Se constató que, aunque el freno a toda circulación de propiedades decretado al principio había llevado a la pobreza repentina a quienes antes se apoyaban en la escasez artificial de la sociedad, cuando desaparecieron los límites de la propiedad privada, los productos del trabajo humano existentes en el momento excedían en mucho lo que aquella menguada generación era capaz de consumir. Para algunos de entre los pobres aquello fue objeto de gran regocijo. Ahora sí éramos todos iguales. Magníficas residencias, alfombras lujosas, lechos de plumas se hallaban disponibles para todos. Carruajes y caballos, jardines, pinturas, estatuas, bibliotecas principescas, de todo había en abundancia para todos, e incluso sobraba. Y no había nada que impidiera a nadie tomar posesión de su parte. Sí, ahora éramos todos iguales. Pero muy cerca de nosotros nos aguardaba algo que nos igualaría aún más, un estado en que la belleza, la fuerza y la sabiduría resultarían tan vanas como las riquezas y la alcurnia. La tumba abría sus fauces bajo nuestros pies y aquella idea nos impedía a todos disfrutar de la abundancia que, de aquel modo tan horrible, se presentaba ante nosotros.
[…] ¿Adónde podíamos volvernos para no encontrar una desolación preñada con la siniestra lección del ejemplo? Los campos habían dejado de cultivarse, las malas hierbas y las flores más raras surgían en ellos. Y allí donde los escasos trigales mostraban las esperanzas vivas del granjero, la labor había quedado a medio terminar, pues el labrador había muerto junto a su arado. Los caballos habían abandonado sus cercados y los vendedores de semillas no se acercaban a los muertos. El ganado, desatendido, vagaba por los campos y los caminos. Los mansos habitantes de los corrales, desprovistos de su ración diaria, se habían asilvestrado; los corderos jóvenes descansaban sobre arriates de flores y las vacas se recogían en los salones del placer. Enfermas y escasas, las gentes del campo ya no acudían a sembrar ni a cosechar y paseaban por los prados o se tendían bajo los setos cuando el cielo inclemente no los llevaba a refugiarse bajo techo. Muchos de los supervivientes se aislaban en sus casas. Algunos habían hecho tal acopio de provisiones que no necesitaban abandonarlas para nada. Otros abandonaban a esposa e hijos con la esperanza de que la soledad absoluta les garantizara la salud. Aquel había sido el plan de Ryland, a quien hallaron muerto y medio devorado por los insectos en una casa que distaba muchas millas de cualquier otra, con montañas de alimentos almacenados inútilmente. Otros realizaban largos viajes para reunirse con sus seres queridos, y a su llegada los encontraban sin vida.
La población de Londres no superaba el millar de personas, cifra que no dejaba de disminuir. En su mayor parte campesinos que habían acudido a la ciudad con el único objeto de cambiar de aires. Los londinenses, por su parte, se habían instalado en el campo. El este de la ciudad, por lo general bullicioso, se hallaba sumido en el silencio, excepto en aquellos lugares en los que, en parte por avaricia, en parte por curiosidad, los almacenes habían sido más registrados que saqueados. En el suelo, sin abrir, seguían las cajas llenas de productos llegados de la India, mantones caros, joyas y especias. En algunos lugares el propietario había mantenido la vigilancia de sus mercancías hasta el final, y había muerto ante las rejas cerradas de su establecimiento. En las iglesias, los inmensos portones sin cerrar chirriaban y había algunas personas muertas en el suelo. Una pobre desgraciada, víctima indefensa de la brutalidad más vulgar, había entrado en el baño de una dama de alcurnia y, tras acicalarse con los afeites del esplendor, había muerto frente al espejo donde, solo para ella, se reflejaba su nuevo aspecto. Algunas mujeres, tan ricas que apenas habían pisado el suelo en toda su vida, habían huido despavoridas de sus casas y, tras perderse en las calles solitarias de la metrópoli, habían perecido en el umbral de la pobreza.
[…] El apetito de la muerte crecía, pues su alimento menguaba. ¿O tal vez fuera que antes, por ser más los que sobrevivían, no se prestaba tanta atención al número de muertos? Ahora cada vida era una piedra preciosa, cada aliento humano encerraba mucho más valor que la más hermosa de las joyas talladas, y la disminución de almas que se producía día a día, hora a hora, sumía los corazones en la más profunda tristeza. Ese verano fue testigo de la extinción de nuestras esperanzas, el buque de la sociedad naufragó, y la destartalada balsa encargada de llevar a los pocos supervivientes por el mar de la desgracia se desarmaba y recibía los embates de las tempestades. Los hombres vivían de dos en dos, de tres en tres; me refiero a individuos que dormían, despertaban y satisfacían sus necesidades animales. Porque el hombre, en sí mismo débil, pero más poderoso que el viento o el océano cuando se congregaba en grandes números, el que aplacaba los elementos, el señor de la naturaleza creada, el igual de los semidioses, ese hombre ya no existía.
[…] Adiós a los gigantescos poderes del hombre, al conocimiento, capaz de conducir la pesada barca por las aguas bravas de un vastísimo océano, a la ciencia que eleva el sedoso globo por un aire sin senderos, al poder capaz de frenar las poderosas aguas y de poner en movimiento ruedas, vigas y grandes engranajes capaces de partir bloques de granito o mármol y de aplanar montañas.
Adiós a las artes: a la elocuencia, que es a la mente humana lo que los vientos son al mar, que agitan y luego aplacan. Adiós a la poesía y a la alta filosofía, porque la imaginación del hombre es fría, y su mente curiosa ya no logra explayarse en las maravillas de la vida, pues «en la tumba, adonde vas, no existe obra, mecanismo, conocimiento ni sabiduría. Adiós a los hermosos edificios, que en sus perfectas proporciones trascendían las formas rudas de la naturaleza, el intrincado gótico y el macizo pilar sarraceno, el arco espléndido y la gloriosa bóveda, la columna esbelta con su capitel dórico, jónico o corintio, el peristilo y el bello arquitrabe, cuya armonía de formas resulta tan agradable al ojo como la melodía al oído. Adiós a la escultura, donde el mármol puro se burla de la carne humana, y en la expresión plástica de las excelencias reunidas de la forma humana brillan los dioses. Adiós a la pintura, al sentimiento elevado y al conocimiento profundo de la mente del artista trasladados al lienzo, a las escenas paradisíacas en las que los árboles nunca pierden las hojas y el aire balsámico mantiene eternamente su brillo dorado; a las formas detenidas de las tempestades, al rugido terrorífico de la naturaleza universal encerrada entre los ángulos de un marco. ¡Adiós! Adiós a la música y al sonido de las canciones, al maridaje de los instrumentos que, en concordia de suavidad y dureza, crea una armonía dulce y da alas al público arrobado, que cree subir al cielo y conocer los placeres ocultos de la vida eterna. Adiós a los viejos escenarios, pues una tragedia verdadera se representa en el mundo y la pena fingida inspira vergüenza. Adiós a la alta comedia y a las groserías del bufón. ¡Adiós! El hombre ya no volverá a reír.
Mary Shelley (1797–1851) es la autora de Frankenstein, considerada la primera obra de ciencia ficción. También fue dramaturga, ensayista y biógrafa. En 1826, publicó El último hombre en la tierra, donde imagina un mundo futurista arrasado por una plaga. Aunque fue una de sus obras favoritas, la novela recibió duras críticas en su momento: no volvió a resurgir hasta los años sesenta. Hoy vuelve a llamar la atención por ser una escabrosa reflexión de un tema importante para el siglo XXI: el individuo en aislamiento.
Extracto de El último hombre en la Tierra, de Mary Shelley, traducción de Juanjo Estrella.
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