Una necesidad de hacer silencio
El siguiente texto del editor invitado José Manuel Velasco es el prólogo de la antología Viajes al país del silencio (Gris Tormenta, 2021). El libro reúne textos de doce autores que exploran refugios y experiencias interiores en el mundo contemporáneo.
12 octubre 2021
«…Oh viajeros, oh gente de mar:
ustedes que llegarán a puerto,
y ustedes cuyos cuerpos
sufrirán el proceso y el juicio del océano
u otro acontecimiento,
este es su verdadero destino»
—dijo Krishna, como cuando amonestó a Arjuna
en el campo de batalla.
No adiós,
sino adelante, viajeros.T S Eliot, «The Dry Salvages»
En una entrevista, el artista catalán Ignasi Aballí mencionó que una persona del siglo XVII veía en toda su vida el mismo número de imágenes que cualquiera de nosotros ve en un solo día. Ignoro si el dato es preciso, pero la sensación que transmite es verdadera.
Este libro surge como respuesta a una sensación, colectiva y difusa, que suele escapar al entendimiento, pero que se hace evidente en el cuerpo a través del agotamiento y la parálisis. Una sensación de límite, saturación y exceso. Sobran los calificativos y los argumentos, porque son apenas el revestimiento de una necesidad intuitiva.
Pero ¿una necesidad de qué?
De hacer silencio, por decirlo llanamente. Una necesidad de callar y restaurar el tiempo de la espera y la escucha. Una necesidad primitiva de hacerse a un lado, desaparecer un poco y aprender a observar; de no pronunciarse y refrenar por un momento los deseos de publicitar todo aquello que nos alegra y nos duele. En suma: la necesidad de abrir un vacío.
Imposible no abrazar la paradoja. Imposible no sentir que las palabras solo consiguen alejarnos del silencio, pero imposible también rehuir a la tentación de alumbrar caminos por medio del lenguaje. Desde esa encrucijada resolvimos imaginar un viaje hacia un territorio mítico e inmutable. Elegir una travesía y un horizonte, una odisea urgente hacia las antípodas, a una patria primera en donde fuese posible recuperar el aliento.
En las voces que reúne esta antología se conjugan la experiencia vital y el conocimiento abstracto; la imaginación poética y la mirada del naturalista; la biografía y el anhelo de ser. Cada autor ensaya desde distintas latitudes y meridianos: los hay hiperbóreos y australes, unos que tiran al poniente y otros que apuntan sus catalejos hacia las costas de levante. Algunos se remontan a las tradiciones contemplativas y otros se adentran en la selva y la montaña. Sin embargo, todos comparten un mismo destino. Es al lector a quien corresponde trazar una ruta, fluir con las corrientes, surcar las aguas pelágicas y vaciarse de palabras.
Quince minutos de silencio
En el 2014, un equipo de científicos de la Universidad de Virginia, liderado por el psicólogo Timothy Wilson, llevó a cabo un experimento que consistió en observar a un grupo de estudiantes y voluntarios mientras estos se encontraban en distintas «situaciones de silencio». Durante el estudio se les pidió a los participantes deshacerse de sus teléfonos y de cualquier distractor; la indicación era simple: permanecer solos y en silencio en un laboratorio. A un primer grupo se le concedió la libertad de divagar y «pensar» libremente; al segundo grupo se le animó a ocupar el tiempo planeando alguna actividad. Al finalizar el estudio, ambos grupos evaluaron su experiencia y —para sorpresa de los investigadores— más del cincuenta por ciento de los voluntarios reportó haber sentido angustia o aburrimiento. La mera sugerencia de tener que «pasar un rato a solas con los propios pensamientos» bastó para inquietar a los conejillos de Indias.
Intrigados por estos primeros resultados, Wilson y su equipo decidieron continuar con sus observaciones. Durante la segunda etapa del estudio repitieron el procedimiento, pero con una pequeña variante: los voluntarios pasarían quince minutos a solas y en silencio, esta vez en su propia habitación. Sorprendentemente los resultados fueron muy semejantes a los de la primera etapa: los periodos de soledad y silencio, aunque fuesen breves, se asociaron a estados de ansiedad y fastidio.
Por último, con ánimos de explorar hasta dónde llegaba esta aversión, el doctor Wilson añadió un elemento inquietante: ofreció a los participantes la posibilidad de que ellos mismos pulsaran un botón para autoinducirse una descarga eléctrica. Las indicaciones fueron exactamente las mismas que en otras ocasiones: pasar un tiempo a solas con los propios pensamientos, solo que en esta ocasión existía la posibilidad de infligirse un modesto estímulo negativo. A pesar de que antes de realizar el experimento la totalidad de los voluntarios declararon que jamás se castigarían con una descarga eléctrica (ni siquiera a cambio de una suma de dinero), los hechos mostraron que el sesenta y siete por ciento de los hombres y el veinticinco por ciento de las mujeres consideraron oportuno pulsar el botón.
El estudio mostró de manera rotunda una resistencia generalizada al silencio y a la soledad. La revista Science sintetizó la investigación del doctor Wilson con un titular lapidario: «La gente prefiere recibir choques eléctricos antes que ser abandonada a sus propios pensamientos». La frase está cargada de alarmismo. Parece exagerar un hecho que todos sabemos, pero que pocas veces estamos dispuestos a reconocer: estar con uno mismo no siempre es tarea sencilla; sin embargo, es precisamente en esa dificultad, en el dolor y la angustia que descubrimos en el silencio, en donde reside un posible punto de partida.
Se dice que uno «tiene que vivir consigo mismo», que la única batalla es con uno mismo y que dicha batalla es a muerte. Es verdad que ciertos días tenemos que vivir con nosotros mismos, días en los que estaríamos dispuestos a pulsar el botón de Timothy Wilson. Sin embargo, existen otras alternativas ante este dilema. Porque en esos mismos quince minutos que Wilson regaló a sus voluntarios están el aburrimiento y la angustia, pero también la dicha y la holgura que acontecen al simplemente ser.
El misterio de Tartesos
Entre las civilizaciones del mundo antiguo, Tartesos es quizá una de las más enigmáticas. Las escasas fuentes arqueológicas y documentales no han permitido rastrear los orígenes ni la trayectoria de la que se supone fue la primera gran cultura de la península ibérica. Su desarrollo está fechado entre los siglos XII y VI a. C. y sus asentamientos se han buscado sin éxito en la desembocadura del río Guadalquivir.
Algunos investigadores asocian Tartesos con la Tarsis bíblica, un territorio rico en bienes comerciales y minerales. El historiador griego Herodoto relata la amistad entre los foceos y los tartesios en tiempos del rey Argantonio, quien, según dice el cronista, gobernó Tartesos con sabiduría durante ochenta de los ciento veinte años que vivió. Se cree que la base de la economía tartesia fue la metalurgia y que su cultura tuvo un influjo considerable en varios asentamientos de la cuenca mediterránea.
Este puñado de datos fue el que recibí cuando un viejo amigo me regaló un apócrifo «calendario tartesio». Mi amigo aprovechó las lagunas históricas y el aura de misterio que envuelve a esta cultura, tomó elementos de aquí y de allá y fraguó una narración para explicarme cómo ordenaban el tiempo los antiguos tartesios. La clase sacerdotal tartesia, me dijo, solía custodiar una escudilla ritual para almacenar pedruscos de distintos colores y materiales. A cada piedra se le asignaba un valor de acuerdo con las características del mineral (el brillo, el peso y el color); a su vez, cada mineral se asociaba a un tiempo astrológico específico, a un elemento natural (tierra, aire, agua o fuego) y a los vaticinios estacionales del arúspice. Un pedrusco de oro, por ejemplo, simbolizaba abundancia y fortuna; el cobre presagiaba movimientos en la milicia; y el plomo era señal de intrigas políticas. Pero el más importante, aclaró mi amigo, era la plata.
Los pedruscos de plata decretaban días de silencio entre los tartesios. Si uno de estos caía en la escudilla del templo, la población entera se recluía en sus casas y observaba el noble silencio hasta escuchar unos golpes de tambor. Estos periodos de enclaustramiento solían extenderse durante días (a veces semanas) y representaban una ocasión para las prácticas devocionales y la oración. Al menos una décima parte del año tartesio estaba reservada al silencio, y se creía que este ejercicio contribuía al equilibrio y al bienestar social.
El regalo de mi amigo consistió en seis frascos de cristal. Los cinco primeros eran de tamaño mediano y contenían, cada uno, piedritas de distintos colores. El sexto era un frasco más grande y vacío en donde yo debía colocar diariamente una piedra de color, hasta llenarlo. Las piedritas verdes, rojas, amarillas y azules correspondían a distintos estados emocionales y circunstancias: verde para los días empapados de naturaleza, rojo para los días dominados por las pasiones, azul para las jornadas dedicadas al pensamiento abstracto y amarillo para los días brumosos. Las piedras blancas, evidentemente, servían para marcar los días de silencio. Al cabo de una temporada obtendría un paisaje cromático: con solo ver el frasco colmado de piedritas sería fácil intuir una imagen retrospectiva de los elementos que predominaban en mi vida. Así que seguí sus instrucciones hasta que llené tres cuartas partes del frasco; no tardé mucho tiempo en percibir que las piedritas blancas escaseaban.
Mi amigo falleció al año siguiente y perdí la oportunidad de preguntarle de dónde se había sacado esa idea de los calendarios tartesios. El otro día, navegando en Internet, me encontré con un artículo que hablaba sobre «el enigma de Tartesos». Entre otras cosas, se decía que hay muchas hipótesis sobre el fin de este mítico reino, pero que ninguna tiene solidez documental. Enseguida recordé a mi amigo con sus piedritas de colores y lo imaginé explicando que los tartesios comenzaron su debacle el día en que los sacerdotes olvidaron los pedruscos de plata.
¿Será que las culturas decaen cuando pierden sus silencios?
La isla de hielo
Años atrás conocí a un exmilitar argentino, llamémosle R, quien durante su estancia en el Servicio Militar Obligatorio, en la década de los setenta, tuvo el coraje de denunciar a sus superiores ante la Corte Suprema por las prácticas de tortura y asesinato. Como era de esperarse, el tribunal hizo oídos sordos a las acusaciones y, después de unas semanas, R fue retirado de su servicio en Buenos Aires y enviado inmediatamente, en calidad de supervisor, a una base militar ubicada en las heladas planicies antárticas.
R me relató su viaje a bordo del rompehielos mientras contemplaba un horizonte blanco que le oprimía el pecho con sus dardos de luz cristalina. Durante los primeros seis meses, él y un compañero se encargaron de poner orden en los pertrechos y de darle mantenimiento a los rústicos aparatos de telecomunicación que rara vez utilizaban para contactar a sus jefes. Un día en el que la temperatura bajó cerca de los menos veinte grados Celsius, el único compañero de R falleció inesperadamente durante la madrugada. A la mañana siguiente R se descubrió solo y aislado, dejado a su suerte en los confines del mundo.
Tras preparar un cajón con hielo para el cadáver, R informó a otra base (más cercana al continente) sobre la muerte de su compañero. La respuesta de las autoridades le hizo anticipar la angustia de los meses siguientes: tendría que esperar otro medio año a que mejoraran las condiciones climatológicas porque a mitad del invierno, debido a la densidad del hielo y a las bajas temperaturas, resultaba imposible maniobrar el rompehielos. Así que R se quedó aislado en el desierto antártico, sobreviviendo a base de alimentos enlatados y desgranando horas de soledad en compañía del cuerpo congelado de su colega.
Una tarde, gracias a los informes periódicos del radiocomunicador, supo de un campamento militar soviético que se había instalado recientemente a unos cincuenta kilómetros de su refugio. Algunos días después, en un arrebato, garabateó las coordenadas del campamento ruso en una libreta, sacudió la escarcha de la motonieve y partió esperanzado de aliviar su prolongado silencio con un poco de compañía. Al llegar al campamento ruso encontró a dos hombres flacos y barbados que no hablaban una sola palabra de español. Tras una serie de temblorosos balbuceos comprendió que los rusos lo invitaban a tomar el té.
Enseguida los tres se sentaron a la mesa para compartir en completo silencio una bebida caliente. «It is a good tea!», repetía uno de los soldados en un inglés macarrónico. R se sintió feliz en compañía de aquella pareja de desconocidos herméticos y asilvestrados. En el curso de los meses siguientes, acudió periódicamente al campamento soviético para beber té.
Según me contó, durante aquellas reuniones no se decían muchas palabras. A veces el ruso del inglés macarrónico soltaba frases como: «Very cold!», «Long day» o, su favorita, «It is a good tea!». El resto del tiempo permanecían en silencio; sin embargo, en esas horas que pasaron juntos, intercambiando gestos o paseándose en los alrededores del campamento, se creó un lazo profundo y significativo.
Con la llegada del verano R pudo al fin volver a Buenos Aires. Le bastaron unos días para atestiguar las prácticas represivas de la dictadura. Millones de compatriotas sobrevivían temerosos de alzar la voz, acosados por amenazas de tortura y desaparición forzada. El silenciamiento antártico de R formaba parte de un oscuro tejido de conceptos: exilio, represión, asesinato, impunidad e impotencia.
Finalmente R logró desertar del ejército y escapar del país. Treinta años más tarde recordaba aquellas jornadas polares y meditaba en ellas como si se tratara de una metáfora de muchos silencios. El símbolo de una verdad que lo rebasaba. Algo parecido a un enigma: un paisaje blanco e inabarcable en donde había conocido la soledad, la muerte y la amistad.
La morada invisible
Imagino la frontera de un territorio infinito. Una zona liminar, inaprensible, pero también cercana y evidente. El borde de un país primordial en donde convergen y de donde surgen todos los lenguajes. Un país sin aduanas ni banderas ni himnos nacionales; un país verdaderamente libre y autosuficiente; un país hospitalario, abierto e intemporal.
Si quisiéramos ubicarlo en un mapa, habría que alzar los hombros con perplejidad para sugerir que aquel «país» está en todas partes y en ninguna. Porque se trata de un país sin cargos gubernamentales ni filiaciones partidistas, sin ideologías, sin luchas identitarias, sin querellas intelectuales ni clases sociales de ningún tipo. Un país vacío, ubicuo, germinal y seminal. Un país común a todos los seres del universo.
La imaginación y el intelecto no alcanzan para describir un solo flanco de este reino misterioso e intemporal; pero, desde hace milenios, algunos de los viajeros que se han adentrado en sus bosques, en sus océanos procelosos y en sus valles calmos y apacibles han vuelto para dar testimonio de sus experiencias. En sus visiones suelen hablar de la luz y de batallas encarnizadas contra los propios demonios; reportan presencias angelicales que los bañan en clarividencia y entendimiento; describen estados de trance, intensos dolores físicos y absorciones del cuerpo etéreo hacia otros planos de la conciencia. Otros hablan del cielo, del nirvana y del amor incondicional.
Se trata del mismo país al que marchó Lao Tse montado a lomos de un búfalo de agua; la frontera que cruzó san Francisco de Asís al ascender al monte Alvernia; el país que conoció el filósofo Henry David Thoreau en las inmediaciones del lago Walden; el mismo lugar a donde partieron los padres népticos, Quetzalcóatl, Pitágoras, Simone Weil, Sai Baba, Neem Karoli Baba, santa Casilda, Teresa de Ávila, Hildegard von Bingen, Toro Sentado, Ram Dass, Rumi, Siddharta Gautama, Jesucristo, Sócrates, los guerreros yamabushi de Japón y otros cientos de miles de buscadores espirituales a lo largo de los siglos.
Tal parece que allá solo reina el silencio. Un silencio cósmico, impenetrable e impersonal. Un silencio justo y absoluto de donde emana la creación, el equilibrio y la muerte.
Ante la totalidad apabullante, a quienes han marchado hacia el país del silencio les queda el consuelo de relatar los movimientos que ocurren en sus fronteras. En esas orillas se han recreado las grandes tradiciones místicas y esotéricas, desde los órficos y los taoístas hasta los sacerdotes toltecas y los monjes cartujos. Ahí recalan incesantemente científicos, moribundos, artistas, filósofos y psiconautas. Independientemente de la fe que se profese, tarde o temprano, la tragicomedia de la existencia acaba por disolverse en esa zona de quietud.
Este libro pretende ser un registro de esa vida fronteriza. Los ensayos que lo componen pueden ser leídos como relatos de inmersión, apuntes de bitácora o digresiones de carácter antropológico y filosófico. A su manera, cada autor ha sembrado pistas que iluminan el camino de otros viajeros. En estas páginas convergen el zen, el cristianismo contemplativo y la mística de las culturas mesoamericanas. Se habla de montañismo, literatura, ritualidades y meditación.
En el centro de esta antología palpita una contradicción: la necesidad de señalar aquello que está pero que permanece oculto, de encontrar palabras que nos acerquen a experiencias que, por principio, están fuera del lenguaje. Inmersos en una cultura hechizada por sus inercias irónicas y racionalizantes, los siguientes ensayos buscan abrir espacios de diálogo y reflexión crítica para repensar nuestras concepciones espirituales y para nutrirnos colectivamente de la riqueza de distintas tradiciones y pensamientos.
El viaje es personal y colectivo, las brújulas apuntan a los caminos del interior y cualquier tiempo es idóneo para partir. En esta frontera desdibujada, los vagabundos se transforman en peregrinos. Algunos llevan ya muchos años (o muchas vidas) vadeando escollos y sorteando peligros; otros más, que creían estar al borde del abismo y partidos en mil pedazos, en un bandazo del tren loco que tripulaban, son expulsados por la gravedad a orillas de este país.
La ley es inapelable. Tarde o temprano la realidad se manifiesta en iluminaciones súbitas y quemantes. A partir de ese momento ya no es posible desandar el camino. El horizonte se abre y la conciencia se sacude el polvo preparándose para emprender el vuelo. Los viajeros se reconocen a través del pulso y de la mirada, atravesados por el hilo común de sus contradicciones, pero también por la certeza de que el silencio es su primera y última morada, un espacio definitivo de paz, armonía y comunión.
José Manuel Velasco (Ciudad de México, 1986) es escritor, editor y actor. Actualmente divide su tiempo entre la creación audiovisual, la docencia y la gestión de actividades culturales. También ha trabajado como periodista cultural en Chilango y La Ciudad de Frente, publicó el libro ¿Por qué poemas? y ha colaborado en las antologías Ayotzinapa. La travesía de las tortugas y Nuevas instrucciones para vivir en México, editada por Gris Tormenta. También ha participado en nuestra serie de entrevistas a lectores.
Viajes al país del silencio es parte de la colección Disertaciones, de Gris Tormenta, antologías alrededor de un tema debatido por un grupo heterogéneo de voces o alrededor de una pregunta que sugiere una disertación colectiva. Conoce más sobre sus títulos aquí.
Escriben: Patricia Arredondo, Georgina Cebey, Leonardo da Jandra, Elisa Díaz Castelo, Pablo d’Ors, Pico Iyer, Sara Maitland, Mónica Nepote, Mariana Orantes, Tim Parks, Larry Rosenberg y Antonio Tamez.