Libro albedrío
Mariana Hartasánchez escribe sobre las razones de la escritura. El ensayo es parte de la antología Por qué escribo que publicó Gris Tormenta en 2017.
22 mayo 2020
Cuando menos te lo esperas, llega un colega y te suelta una interrogante: ¿Por qué escribes? Como versa la conseja popular, yo sabía la respuesta hasta que a alguien se le ocurrió hacerme la pregunta. Sobrevinieron horas de desvelo y largos procesos de abstracción en los que, mirando a lontananza con cara de rumiante inexpresivo, reflexioné concienzudamente. Si bien no podré ofrecer una arenga irrefutable que convenza hasta al más escéptico de que este mundo necesita escritores, por lo menos asevero que, al sumirme en mis pensamientos, refrendé mi pasión por la escritura (en particular por la dramaturgia y su consecuente praxis escénica). Constaté que estoy fervientemente convencida de que solo si la literatura subsiste, los seres humanos podrán refugiarse de las inclemencias de un sistema que requiere cada vez más esbirros dóciles y menos cabezas llenas. También, y por si fuera poco, llegué a la muy subjetiva conclusión de que el libro impreso es el prototipo de la rebeldía, ya que cada vez que alguien opta por leer en papel en lugar de entregarse a las mieles del Internet, está ejerciendo su derecho al pensamiento autónomo. Leer y escribir (literatura) es, y siempre ha sido, un acto político (en su sentido primigenio, más puro y menos envilecido), puesto que un libro inspira al individuo a asumir su papel dentro de una colectividad.
Bien, en lugar de hablar sobre los efectos colaterales que una pregunta detonó en mi digresiva sesera, creo que es momento de dar una respuesta (motivo concreto por el cual estoy redactando este escrito). Disculpe el lector si la siguiente disertación lo obliga a transitar por caminos sinuosos; prometo que la ruta desemboca en un paraje conceptual menos accidentado.
¿Por qué escribo en estos tiempos de vértigo virtual?
Inusitadamente, se coló en nuestras vidas la tecnología, nos envolvió con promesas que cintilan, retacó nuestro tiempo con palabras a granel y revelaciones escandalosas; nos brindó una promesa eterna: jamás te sentirás solo. El leitmotiv del náufrago dejado a su suerte es cosa del pasado, ahora arrojamos mensajes al océano virtual y en tan solo unos instantes, desde los confines del ciberespacio, otro, que puede ser cualquiera, nos hace llegar una respuesta. Internet: eco perpetuo que alivia, remedio eficaz contra el horror vacui. Pero, al tiempo que buscamos compulsivamente interlocutores que nos hagan compañía, deseamos desvincularnos de ellos sin dar explicaciones: el universo cibernético nos permite quebrar la comunicación a la misma velocidad que esta se establece. Al salir a las calles hemos comenzado a emular la fugacidad de los encuentros virtuales: mientras más pronto podamos zafarnos del prójimo, menos confrontados y más seguros nos sentiremos.
En medio de esta marejada de caracteres deslucidos, tecleados sin esmero y concatenados sin rigor sintáctico, es justo preguntarse por qué y para quién trabaja un escritor. Es triste percatarse de que los potenciales lectores, demasiado ocupados en revisar y redactar durante las horas de vigilia mensajes de todo tipo (laborales, domésticos, ociosos, repentinos), tienen cada vez menos tiempo para comprometerse con historias de largo aliento. Sí, mengua los ánimos ver que el influjo hipnótico de la pantalla acaba, en muchos casos, por derrocar la discreta presencia del ejemplar encuadernado. Innegablemente son tiempos de dilución intelectual. Pero precisamente por eso es por lo que resulta tan urgente que el escritor se empecine y siga concibiendo universos alternos, que demanden la absoluta atención de aquel que decida transitarlos. La única manera de formar subjetividades plenas es a través de la transgresión, la duda y la reflexión que impone cualquier historia que no sea la propia. Contra la complacencia individualista de las redes sociales, que encandilan con la posibilidad de instaurar terruños autónomos en los cuales cada usuario es rey, debe seguir oponiendo resistencia el libro impreso, territorio ignoto, siempre ajeno, que nos veremos irremediablemente obligados a compartir con muchos otros (los lectores de todos los tiempos).
La naturaleza del libro es nobilísima. Aunque el escritor se adjudique la autoría de una obra, sabe, desde el momento en el que publica sus palabras, que está legándolas a la humanidad entera.
El libro es polisémico: al abrirse revelará solo esa historia y no otra, pero, a través de la interpretación de cada lector, adquirirá infinitos significados. Por el contrario, los mensajes fútiles que se intercambian en redes sociales, blogs y chats, muchos y muy variados, se convierten en información unívoca, aglomerada en una masa indiscernible de palabras.
Y, en parte, es por todo eso que escribo. Escribo porque creo en la necesidad de la reflexión profunda, en la transgresión de los límites de la conciencia, en que no hay nada más poderoso que contar una historia para develar la verdad. Escribo porque no creeré nunca que realidad y verdad sean lo mismo, ya que una es obvia y cotidiana y la otra es mágica e imprecisa: solo se deja intuir, pero jamás aprehender. Escribo porque cada personaje que aparece en un cuento es más poderoso que cualquier perfil de Facebook: las entidades ficcionales contienen en sí el germen de lo humano, el secreto que nos hace comunes y al mismo tiempo irreconciliablemente distintos.
Los libros que una persona lee se convierten en parte esencial de su memoria, se insertan en su experiencia y amplifican su registro emocional. ¿Para qué hacer uso de los vulgares emoticones, que categorizan las reacciones y restringen la comunicación empática, cuando la palabra, con su caudal infinito de significados, ofrece la posibilidad de grabar en el corazón del que escucha huellas léxicas irrepetibles?
Una metáfora poderosa no puede supeditarse a un icono banal, la identidad de cada ser humano no debe de ninguna manera esbozarse en códigos preestablecidos. Por eso escribo. Por eso leo. Por eso quisiera incitar a la rebeldía a todos los que se topen con esta sentida aunque torpe perorata.
Mariana Hartasánchez (Ciudad de México, 1976) es actriz, dramaturga y directora de teatro. Ha escrito obras como La Graciosa Comitiva del Leteo y Mediodía en el Mar de los Sargazos. Es fundadora de la compañía Sabandijas de Palacio.
Este texto se publicó originalmente en la antología Por qué escribo. El libro puede leerse completo aquí.