El futuro de los viajes espaciales

El siguiente texto de Ross Andersen es el epílogo de la antología Regreso a la Tierra, memorias y reflexiones de nueve astronautas al volver del espacio: la anticipación del regreso, el viaje mismo o las reflexiones posteriores —físicas, psicológicas y filosóficas.

27 mayo 2020

© NASA / SpaceX


«¡Al diablo con la Tierra! —me dijo Elon Musk, riéndose—. ¿A quién le importa la Tierra?» Estamos sentados en su cubículo, en la esquina frontal de una gran oficina de planta libre en la sede de SpaceX en Los Ángeles. Era la tarde soleada de un jueves, uno de los tres días de la semana que Musk destina a SpaceX. Musk se reía porque estaba bromeando: se preocupa mucho por la Tierra. Cuando no está aquí, en SpaceX, está dirigiendo su compañía de autos eléctricos.

Ningún gurú de la tecnología estadounidense desde Steve Jobs ha capturado la imaginación cultural como Musk. Hay blogs y foros dedicados a él. Es la inspiración del Iron Man de Robert Downey Jr. La historia de su vida se ha convertido ya en leyenda. Está su infancia marginal en Sudáfrica, el videojuego que inventó a los doce años, su migración a Estados Unidos a mediados de los noventa. Luego el rápido ascenso, que comenzó cuando vendió su compañía de software Zip2 por trescientos millones de dólares a los veintiocho años, y continuó tres años después, cuando vendió PayPal a eBay por mil quinientos millones. Y finalmente el «doble o nada», cuando Musk decidió que el hedonismo ocioso no era para él y prefirió arriesgar su fortuna en dos compañías emergentes extraordinariamente ambiciosas. Con Tesla reemplazaría los autos del mundo por vehículos eléctricos y con SpaceX colonizaría Marte.

Vine a SpaceX a hablar con Musk sobre su visión del futuro de la exploración espacial e inicié nuestra conversación haciéndole una vieja pregunta: ¿por qué invertimos tanto dinero en el espacio cuando la Tierra está llena de miseria —sea humana o no? Podría parecer una pregunta injusta. Musk es un empresario privado, no una agencia espacial financiada con recursos públicos. Pero es también un caso especial. Su principal cliente es la NASA, y, más aún, Musk es alguien que dice que quiere influir en el futuro de la humanidad. Te lo dirá a la menor provocación, sin pestañear siquiera sobre la grandiosidad de esta declaración o el desenlace de aquellos que han usado este lenguaje en el pasado.

Musk no me dio las razones comunes. No me aseguró que necesitamos ir al espacio para inspirar a las personas. No habló sobre el espacio como un laboratorio de investigación y desarrollo o una fuente de tecnologías derivadas —como comida para astronautas y mantas isotérmicas. No dijo que el espacio es el terreno de prueba final para el intelecto humano. Al contrario, dijo que ir a Marte es tan crucial y urgente como sacar a miles de millones de la pobreza o erradicar las enfermedades mortales.

«Creo que hay un fuerte argumento humanitario para hacer que la vida sea multiplanetaria — me dijo — , para salvaguardar la existencia de los seres humanos en caso de que algo catastrófico pudiera ocurrir; en ese caso, ser pobre o tener una enfermedad sería irrelevante porque la humanidad estaría extinta. Algo como “Buenas noticias, los problemas de pobreza y enfermedad se han resuelto, pero la mala noticia es que no ha quedado nadie vivo”.»

Musk ha estado impulsando esta idea —la colonización de Marte como un seguro contra la extinción— por más de una década, aunque con ciertos retrocesos. «Es gracioso —dijo—, no todos aman a la humanidad. Parece que algunos piensan, implícita o explícitamente, que los humanos son una plaga en la superficie de la Tierra. Dicen cosas como: “La naturaleza es magnífica; todo es mejor en el campo, donde no hay nadie alrededor”. Insinúan que la humanidad y la civilización no son tan buenas como su ausencia. Pero yo no lo comparto —prosiguió—. Creo que tenemos el deber de conservar la luz de la conciencia para asegurar su continuidad.»


Hemos asociado la luz con la conciencia desde la época de Platón y su cueva porque —al igual que la luz— la conciencia ilumina. Hace que el mundo se manifieste. En palabras del gran Carl Sagan, es el universo conociéndose a sí mismo. Pero la metáfora no es perfecta. A diferencia de la luz, compuesta por fotones que permean todo el cosmos, la conciencia humana parece ser algo raro en nuestro universo. Parece ser algo afín a la flama de una vela, parpadeando sin fuerza en un airoso e inmenso vacío.

Musk me dijo que piensa con frecuencia en la misteriosa ausencia de vida inteligente en el universo observable. Los humanos todavía tienen pendiente una búsqueda exhaustiva y vigorosa de inteligencia extraterrestre, por supuesto. Pero hemos ido mucho más allá de un simple vistazo al cielo. Por más de cincuenta años hemos dirigido radiotelescopios a estrellas cercanas esperando detectar una onda electromagnética —la transmisión de una señal atravesando el abismo. Hemos buscado sondas de vigilancia en nuestro sistema solar y hemos examinado estrellas locales tratando de hallar evidencia de ingeniería alienígena. Pronto comenzaremos a buscar contaminantes sintéticos en las atmósferas de planetas distantes y cinturones de asteroides con metales faltantes —lo que podría sugerir actividad minera.

El fracaso en esas búsquedas es un misterio, pues la inteligencia humana no debería ser especial. Desde los tiempos de Copérnico nos han dicho que habitamos un universo uniforme, una estructura semejante a una red que se extiende a lo largo de miles de millones de años luz, y que cada una de sus líneas está salpicada de discos saturados de estrellas, ricos en planetas y lunas hechos del mismo material que nosotros. Si la naturaleza obedece a las mismas leyes en todas partes, entonces esas vastas extensiones albergan seguramente numerosas calderas en donde la energía se agita en el agua y en la roca hasta que los tres se mezclan extraordinariamente y se crea la vida. Y sin duda, en algunos de esos lugares se cultivan las primeras células frágiles, hasta que evolucionan en criaturas inteligentes que se unen para formar civilizaciones con la perspicacia y el poder de permanencia para construir naves espaciales.

«A nuestro ritmo actual de crecimiento tecnológico, la humanidad está en camino de adquirir capacidades divinas —me dijo Musk—. En unos cientos de miles de años podrías ir en bicicleta a Alfa Centauri, y eso no es nada en una escala evolutiva. Si una civilización avanzada existió en algún lugar de esta galaxia en algún punto de los últimos 13 800 millones de años, ¿por qué no está en todas partes? Aun si se propagó poco a poco, solo necesitaría algo así como el 0.01 por ciento del tiempo de vida del universo para estar en todas partes. Entonces ¿por qué no es así?

Las primeras señales de vida en la Tierra —que aparecieron solo quinientos millones de años después de que el planeta se fusionara y se enfriara— sugieren que los microbios podrían surgir en cualquier lugar en donde se den condiciones similares. Pero si cada planeta rocoso se cubriera con limo unicelular, la vida inteligente omnipresente no necesariamente vendría a continuación. La evolución es infinitamente inventiva, aunque parece abrirse camino hacia ciertas características como alas y ojos, que evolucionaron de manera independiente en varias ramas del árbol de la vida. Hasta ahora, la inteligencia tecnológica ha brotado solo de una ramita. Es posible que seamos apenas los primeros de una gran oleada de especies que adoptarán la construcción de herramientas y el lenguaje. Pero también es posible que la inteligencia sencillamente no sea uno de los elementos preferentes de la selección natural. Podemos pensar en nosotros mismos como el pináculo de la naturaleza, el inevitable punto final de la evolución, aunque los seres como nosotros podrían ser tan inusuales como para no encontrarnos nunca con otro similar. O podríamos ser las últimas anomalías cósmicas, mentes solitarias en un universo que se extiende hasta el infinito.

Musk tiene una teoría más siniestra. «La ausencia de cualquier vida obvia podría ser un argumento a favor de que estemos en una simulación —me dijo—. Es como cuando estás jugando un videojuego de aventuras y puedes ver las estrellas en el fondo, pero nunca puedes llegar ahí. Si no es una simulación, entonces quizá estemos en un laboratorio en donde una civilización alienígena avanzada observa cómo nos desarrollamos, solo por curiosidad, como si fuéramos moho en una placa de Petri.» Musk exploró algunas posibilidades más, y cada una generaba un escalofrío existencial más profundo que la anterior, hasta que al final llegó al fondo del asunto. «Si observas nuestro nivel tecnológico actual, algo extraño tiene que pasarle a las civilizaciones, y digo extraño en el mal sentido —afirmó—. Podría ser que exista una gran cantidad de civilizaciones de un solo planeta que se hayan extinguido.»


Es verdad que no hay civilización que pueda durar mucho en este universo si permanece confinada a un solo planeta. La ciencia de la evolución estelar es compleja, pero sabemos que nuestra estrella monumental, la bola de fusión de hidrógeno que sustenta a la Tierra e impulsa toda su vida, se hará tan grande algún día que su atmósfera exterior se quemará y esterilizará nuestro planeta, y quizá hasta lo devore. Este evento suele fijarse de cinco a diez mil millones de años a partir de ahora, y por lo general marca el Apocalipsis en las escatologías seculares. Pero nuestra biósfera tiene pocas posibilidades de sobrevivir hasta entonces.

En quinientos millones de años el Sol no será mucho más grande que hoy, pero se habrá expandido lo suficiente como para comenzar a quemar la cadena alimenticia. Para entonces, los continentes de la Tierra se habrán fusionado en una sola masa, una nueva Pangea. A medida que el Sol se dilate, arrojará más y más radiación a la atmósfera, ampliando la oscilación diaria entre el calor y el frío. La coraza del supercontinente sufrirá expansiones y contracciones cada vez más violentas. Las rocas se harán quebradizas y los silicatos comenzarán a erosionarse a ritmos nunca antes vistos, llevándose consigo el dióxido de carbono hasta el fondo del mar y las profundidades de la corteza. Con el tiempo la atmósfera se volverá tan pobre en carbono que los árboles no podrán hacer la fotosíntesis. El planeta quedará desprovisto de sus bosques, pero algunas plantas prevalecerán, hasta que el Sol relumbrante las aniquile también, junto con todos los animales que dependen de ellas, es decir, todos los animales de la Tierra.

En mil millones de años los océanos se habrán evaporado por completo, dejando trincheras vacías de mayor profundidad que la altura del Everest. La Tierra se convertirá en un nuevo Venus, un planeta invernadero donde ni los microbios más resistentes podrán sobrevivir. Y este es el escenario optimista, puesto que asume que nuestra biósfera morirá de vieja y no de algo más repentino o inesperado. Después de todo, mil millones de años es mucho tiempo, lo suficiente para crear un espacio de probabilidades para todo tipo de catástrofes, incluidas aquellas de las que hoy no existen precedentes en la memoria humana.

Mil millones de años significan cuatro órbitas más de la Vía Láctea, que podrían hacernos colisionar con otra estrella, con la onda de choque de una supernova o con el rayo incinerador de una explosión de rayos gamma. Podríamos entrar en la trayectoria de un planeta errante, uno de los miles de millones que deambulan en las tinieblas de nuestra galaxia como bolas de demolición cósmicas. El planeta Tierra podría estar llegando al final de una carrera inusualmente afortunada.

Si los seres humanos han de sobrevivir estas catástrofes, tanto las predecibles como las inesperadas, necesitaremos hacer lo que la vida siempre ha hecho: avanzar a favor de la supervivencia. Necesitaremos generar nuevas capacidades, como lo hicieron nuestros antepasados acuáticos, que desarrollaron pulmones para respirar y huesos en las aletas para una locomoción rudimentaria, abriéndose camino hacia la tierra. Tendremos que usar el espíritu que desplazó a nuestra propia especie hacia nuevos continentes, de manera que nuestros ancestros recientes pudieran llegar a islas y archipiélagos antes de cruzar océanos enteros en camino a los confines de la Tierra. Necesitaremos comenzar el viaje hacia nuevos planetas y, algún día, hacia nuevas estrellas. Pero ¿debemos darnos prisa?

Algunos en la comunidad de la exploración del espacio, incluyendo nada menos que al físico Freeman Dyson, dicen que los viajes espaciales en el corto plazo son una locura. Los humanos todavía estamos en una infancia tecnológica; después de todo, solo un millón de años ha pasado desde nuestro primer dominio del fuego. Hemos progresado con rapidez de aquellas primeras chispas en una hoguera a las explosiones encapsuladas en altos cilindros que nos permiten escapar del pozo de gravedad de la Tierra. Pero no todos los que viajan sobre nuestros cohetes regresan sanos y salvos. Para iniciar una colonia en otro planeta necesitamos que aumente la seguridad de los astronautas. Tal vez por ahora deberíamos poner en pausa las misiones tripuladas y explorar el espacio con los instrumentos de nuestros drones cósmicos, como la sonda Voyager, que acaba de salir del sistema solar para enviarnos sus impresiones del espacio interestelar. Podemos retomar los vuelos espaciales tripulados más adelante, en este siglo o en el siguiente, después de que hayamos cosechado todos los frutos de nuestra era tecnológica actual. Por lo que sabemos, las revoluciones en energía, inteligencia artificial y ciencia de materiales podrían ser inminentes. Cualquiera de ellas lograría que los vuelos espaciales tripulados fueran un asunto mucho más sencillo.

«Hay un argumento que se escucha con frecuencia en los círculos del espacio —le dije a Musk—. Se comenta que la prioridad en el viaje espacial humano a corto plazo está completamente equivocada…»

«¿Cuál prioridad? No hay tal cosa, sabes —dijo interrumpiéndome.»

«Pero de la manera en que tú lo estas haciendo una prioridad —proseguí—, hay un argumento que dice que hasta que incrementemos la tecnología será mejor que enviemos sondas porque, como sabes, la presencia de un solo ser humano en una nave espacial hace que la ingeniería sea exponencialmente más difícil.»

«Pues estamos enviando sondas —me respondió Musk—. Y son sondas muy caras, por cierto. No son precisamente una ganga. El último aparato de control remoto que enviamos a Marte costó más de tres mil millones de dólares. Estamos hablando de un robot muy impresionante. Por una cantidad así deberíamos poder enviar muchas personas a Marte.»


Las grandes migraciones son casi siempre una cuestión de tiempo, de esperar a que se congele un estrecho, se divida un mar o se acerque un planeta. La distancia entre la Tierra y Marte fluctúa mucho mientras ambos giran en sus órbitas. En su punto más distante, Marte está mil veces más lejos que la Luna. Pero cada veintiséis meses se alinean, cuando la Tierra, que se mueve más rápido, se posiciona entre Marte y el Sol. Cuando esta alineación ocurre en el lugar donde sus órbitas están en su punto más estrecho, Marte está a 58 millones de kilómetros, solo ciento cincuenta veces más lejos que la Luna. La próxima oportunidad de ese tipo está a solo cuatro años, demasiado pronto para enviar una nave tripulada. Pero a mediados de la década de 2030, Marte volverá a brillar con un naranja intenso en nuestro cielo, y para entonces Musk podría estar listo para enviar su primer grupo de misiones para sembrar una colonia urbana que él espera esté lista y funcionando en 2040.

«SpaceX tiene apenas doce años —me dijo—. Entre hoy y el 2040 el tiempo de vida de la compañía se habrá triplicado. Si las mejoras tecnológicas son lineales, no logarítmicas, entonces deberíamos tener un asentamiento significativo en Marte, tal vez con miles, o decenas de miles, de personas.»

Musk me explicó que este primer grupo de pobladores tendrán que pagar su propio viaje. «Debe haber una confluencia entre el tipo de personas que desean ir y el tipo de personas que pueden pagar el viaje —señaló—. Y la intersección de esos grupos debe ser suficiente para fundar una civilización autosustentable. Mi estimación aproximada es que por medio millón de dólares habrá suficientes personas que podrían ir y que quisieran ir. Pero no será una excursión vacacional. Tendrás que ahorrar todo tu dinero y vender todo lo que tienes, como los pioneros que fundaron las primeras colonias estadounidenses.»

Aun a ese precio, un viaje solo de ida a Marte podría ser difícil de vender. Sería fascinante vivir una misión por el espacio profundo, ver la Tierra quedarse atrás, sentir que flotas entre dos mundos, caminar en un desierto extraño bajo un cielo desconocido. Pero una de las estrellas en el cielo sería la Tierra, y por la noche podrías verla a través de un telescopio. Al principio se vería como una esfera borrosa color zafiro, pero a medida que tus ojos se acostumbran, podrías distinguir sus océanos y continentes. Tal vez comenzarías a extrañar sus montañas y ríos, sus flores y árboles, la sorprendente variedad de formas de vida que habita en sus bosques y mares. Quizá verías una red de luces brillando en su lado oscuro y sabrías que sus nodos son ciudades donde millones de vidas se unen. Tal vez pienses en tu familia y amigos, y en los miles de millones de personas que dejaste atrás, y de cómo podrías algún día enamorarte de alguna de ellas.

La austeridad de la vida en Marte podría convertir esos deseos en arrepentimiento o hasta psicosis. A la distancia, los desiertos marcianos evocan los paisajes sofocantes del Sahara o del oeste de los Estados Unidos, pero su clima es más frío que el de la profundidad de la Antártica. Marte solía estar envuelto en una atmósfera espesa, pero algo la hizo desaparecer hace muchísimo tiempo, y los pocos vestigios que quedan son muy delgados para mantener el calor o la presión. Si tuvieras que caminar en su superficie sin un traje espacial, tus ojos y piel se desprenderían como hojas de papel en llamas, y tu sangre se evaporaría, matándote en treinta segundos. Aun con un traje serías vulnerable a la radiación cósmica y a las tormentas de arena que cada tanto cubren el planeta completo con nubes de partículas que queman la piel y que son tan pequeñas que penetran las costuras más cerradas. Nunca más volverías a sentir directamente el sol y el viento en la piel. Es probable, de hecho, que al principio vivirías bajo tierra, en una cueva sin ventanas, excepto que en esta ocasión no habría caballos salvajes para dibujarlos en el techo.

Es posible que Marte pueda transformarse algún día en un paraíso terrenal, pero no sucederá pronto. En nuestro planeta, aun cuando hemos estudiado sus sistemas naturales durante siglos, el clima es demasiado complejo para predecirlo, y la geoingeniería es una nueva tecnología. Sabemos que podríamos modificar el termostato de la Tierra si enviamos a la estratósfera aerosoles capaces de generar una niebla plateada para reflejar la luz solar. Pero nadie sabe cómo fabricar una atmósfera completa. Lo máximo que podríamos esperar en Marte es un hábitat rudimentario fabricado por robots. Aun si pudieran construirnos un Four Seasons cerca de un glaciar o un yacimiento mineral, la videoconferencia con la Tierra no será uno de los servicios ofrecidos. Los mensajes entre los dos planetas siempre estarán demasiado retrasados para lograr una comunicación simultánea.

La claustrofobia en Marte podría sentirse pronto y podría ser contagiosa. Las habitaciones serían muy pequeñas. Los gobiernos serían frágiles. Los refuerzos estarían a siete meses de distancia. Las colonias podrían caer en una guerra civil, anarquía o hasta canibalismo, por el potencial de escasez. Las colonias estadounidenses, de Roanoke a Jamestown, sufrieron colapsos sociales similares en entornos comparativamente edénicos. Algunas personas podrían aguantar décadas, o más, en esas condiciones, pero Musk me dijo que necesitaría un millón de personas para formar una civilización sostenible y genéticamente diversa.

«Aun con un millón, en verdad estás asumiendo un nivel de productividad por persona increíble, pues necesitarías reconstruir la totalidad de la industria en Marte —dijo—. Se necesitarían extraer y refinar todos esos materiales distintos en un ambiente mucho más complicado que el terrestre. No crecerían árboles. No tendríamos el oxígeno ni el nitrógeno que naturalmente existen en la Tierra. No habría petróleo.»

Le pregunté a Musk con qué rapidez podría llegar a un millón de personas esa colonia. «Sin contar el crecimiento orgánico, si lograras llevar a cien personas a la vez, necesitarás diez mil viajes para llegar a un millón —respondió—. Pero también necesitarías mucho cargamento para mantenerlas. A decir verdad, la relación entre carga e individuo va a ser muy grande. Tal vez sean diez viajes de carga por cada viaje tripulado; es decir, unos cien mil viajes. Y estamos hablando de cien mil viajes de una nave espacial colosal.»

Musk me dijo que todo esto podría suceder en un siglo. Se rumora que tiene un diseño pensado para esta nave espacial inmensa, un vehículo conceptual que él llama «Mars Colonial Transporter». Pero diseñar la nave es la parte fácil. El gran desafío será bajar los costos lo suficiente como para lanzar flotas enteras. Musk también tiene una respuesta para eso. Dice estar trabajando en un cohete reusable que puede descender suavemente a la Tierra después del lanzamiento y estar listo para despegar de nuevo en una hora.


Basta una mirada por encima del hombro hacia el extraño mundo de 1914 para recordar todo lo que puede suceder en un siglo. Sin embargo, un millón de personas en Marte suena a fantasía tecnofuturista, una que sonrojaría a Ray Kurzweil. Pero la existencia misma de SpaceX es una fantasía. Después de charlar con Musk, recorrí su fábrica de cohetes, parecida a una catedral. Deambulé por las filas de motores espaciales ya cromados, radiantes bajo el neón azul. Vi enormes cilindros blancos, tan grandes como silos de grano alargados, con técnicos moviéndose por todas partes sobre ellos, como el vaivén de una colonia de hormigas orquestada desde arriba por gerentes de oficina en sus cubos de cristal. Sumemos a esta escena los overoles de un ambiente esterilizado y una banda sonora de música electrónica y el lugar se siente como el taller de Santa Claus reimaginado por James Cameron. Y pensar que hace doce años toda esta colmena silbante, esta línea de ensamblaje de naves espaciales ni siquiera existía, excepto como una vaga noción, unas cuantas sinapsis electrizadas en la imaginación hiperactiva de Musk.

¿Quién soy yo para decir lo que SpaceX logrará en un siglo? Por lo que sé, Musk será aclamado como un visionario para entonces, un hombre de acción sin precedentes en la historia de la navegación espacial. Pero también hay escenarios más oscuros. Musk podría llevar su idea al extremo y ver su primera misión a Marte terminar en tragedia. Viajar a Marte podría resultar difícil de alcanzar, como la fusión fría. Podría ser como una de esas hazañas tecnológicas que siempre está a veinticinco años de distancia. Musk podría llegar a ser considerado como un artefacto cultural, una personificación de nuestra resaca después del Apolo. Un Ícaro.

Le pregunté a Musk si había aceptado la posibilidad de que su proyecto pudiera estar todavía en su primera fase cuando la muerte o la enfermedad lo forzara a pasar la estafeta. «Creo que así será —dijo—. Claro que lo he aceptado. He pensado mucho en eso. Estoy tratando de producir las condiciones que aumenten al máximo la probabilidad de que SpaceX continúe su misión sin mí.» Moví la cabeza señalando un grupo de cuadros en la pared con fotos de sus cinco hijos. «¿Se la darás a ellos?» Me respondió que había planeado dársela a una institución, o varias, pero ahora piensa que una influencia familiar podría estabilizarla. «Lo que no quiero es que sea controlada por una sociedad de inversión privada que quiera explotarla para obtener ingresos a corto plazo —me dijo—. Eso sería terrible.»

Este miedo, de que el cometido sagrado de SpaceX pudiera comprometerse, resurgió cuando le pregunté a Musk si algún día iría a Marte. «Me gustaría ir, pero si hubiera un gran riesgo de morir, no quisiera poner a la empresa en peligro —me contestó—. Deseo ir solo cuando pueda estar seguro de que mi muerte no significará la desaparición del cometido principal de la compañía.» Podemos entender a Musk como la figura de Noé, un hombre obsesionado con la construcción de una gran embarcación que preservará a la humanidad en una catástrofe mundial. Pero parece que él se ve a sí mismo como un Moisés, alguien que haría posible cruzar el desierto —las «inmensidades vacías» que Kepler expresó a Galileo— pero nunca llegará a poner un pie en la Tierra Prometida.

Ross Andersen

Ross Andersen es editor en la revista estadounidense The Atlantic, donde se especializa en temas de ciencia y tecnología. Esta entrevista es una adaptación de «Exodus», un artículo publicado originalmente en 2014 en Aeon, en donde Andersen fue editor adjunto. Aquí habla con el cofundador de Tesla Motors sobre su más reciente proyecto: SpaceX.


Regreso a la Tierra es parte de la colección Disertaciones, de Gris Tormenta, antologías alrededor de un tema debatido por un grupo heterogéneo de voces o alrededor de una pregunta que sugiere una disertación colectiva. Conoce más sobre sus títulos en gristormenta.com/disertaciones.

Escriben: Neil Armstrong, Rodolfo Neri Vela, Anousheh Ansari, Scott Kelly, Chris Hadfield, Valentín Lébedev, Edgar Mitchell, Mike Mullane y Al Worden. Epílogo de Ross Andersen.


En este blog también publicamos «
Cómo se hizo Regreso a la Tierra», un texto en donde el editor narra cómo imaginó la antología y cuál fue el proceso de edición: «Casi dos años y unas mil horas de trabajo nos llevó, a cinco personas, construir la antología, desde los procesos más generales hasta los detalles más minuciosos, casi microscópicos, que están por todo el libro».

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