Sobre los placeres de la lectura

En memoria del editor Lewis Lapham (1935–2024), recordamos este texto suyo sobre libros, escritura y lectura.

29 julio 2024

Rembrandt, «Lectora», 1634.


Al abrir un libro o examinar un manuscrito por primera vez, aprendí, a lo largo de treinta años como editor de Harper’s Magazine, a prestar atención al sonido de una voz humana. La precaución me absuelve de leer mucho de lo que se publica en cualquier mes o año. La mayoría de los escritores recurren a códigos forzados y jergas —académicas, literarias, políticas, socioeconómicas— que usan para enviar mensajes deteriorados sobre las viejas noticias del día anterior. Sus transmisiones permanecen en gran medida ininteligibles, y a menos que deba descifrarlas por razones profesionales, me da gusto poderlas ignorar.


Al escribir hace unos años en Harper’s sobre los usos de la novela moderna, Walker Percy hizo el siguiente planteamiento: «La idea es que toda ficción puede ser utilizada como instrumento de exploración y hallazgo […] para descubrir o redescubrir quién es el ser humano, cómo es consigo mismo y cómo es su relación con los demás». La observación de Percy es aplicable a toda escritura —ya sea ensayo discursivo o reportaje de investigación, memoria humorística o carta furiosa al editor— que intenta contar una historia verdadera. Verdadera en el sentido de que los autores sustentan sus descubrimientos en la base de su propio ser: lo que ellos mismos piensan, sienten, saben, han visto o pueden expresar con el lenguaje. No conozco una tarea más difícil y tampoco se me ocurre otra que suponga una recompensa tan extravagante. Algunas historias son más complicadas o bellas que otras; algunas historias son inmortales, muchas falsas o incoherentes. Homero contó una historia, y Albert Einstein también. Pero sin importar qué tan bien o mal dominemos la narración, estamos todos comprometidos con la misma empresa, atrapados en la elaboración de una metáfora, tratando de ordenar lo silvestre de nuestra experiencia con los pilares de un inicio, un desarrollo y un final.


La narración de una historia verdadera suele enfrentar al escritor con algún tipo de juicio vigente: la creencia de una editorial de que la literatura murió con Ernest Hemingway en una montaña en Idaho, la confianza del gobierno en su propia propaganda, la preferencia de Hollywood por los cuentos de hadas. No me imagino que alguna vez haya sido fácil o lucrativo llevar a cabo exploraciones sin la autorización de los medios, pero en las últimas décadas hemos estado aprendiendo lenguas muertas habilitadas para televisión y una mejor gestión empresarial, y nuestras habilidades recién descubiertas en el arte de no decir nada dificultan escuchar voces que no hayan sido despojadas de sus recursos literarios, convertidas en datos informativos o reducidas a un producto de desecho industrial.


El logro ha sido debidamente constatado por muchos espectadores; la mayoría lo aplauden como la maravilla de nuestro tiempo. Tanta información nunca ha estado de manera tan instantánea a nuestro alcance, no solo en un teléfono celular y en internet, sino también en los escaparates de las tiendas departamentales, en los muros de los supermercados, detrás del home en el estadio de los Yankees. A los promotores del nuevo mundo les gusta decir que los «resultados clave» y las «novedosas estrategias de entrega» amplían nuestros horizontes e iluminan nuestras vidas con celebridades más atractivas, acceso más rápido a «clientes valiosos», una clase más refinada de políticos, que saben distinguir entre premisas «básicas» y «complementarias», y más copias disponibles de «El código Da Vinci» en Amazon.com.


Tal vez no estoy entendiendo los «indicadores clave de resultados» o estoy malinterpretando la «evaluación de riesgos», pero no sé cómo un lenguaje que se supone desechable enaltece la vida de alguien, ya sea la de un ciudadano que «obtiene sinergias» de «entidades del conocimiento» bien posicionadas o la de un iraquí al que se le presentan las alegrías de la «Operación Libertad Duradera». Puedo entender por qué las palabras despojadas de significado sirven a los intereses de la corporación y el Estado, pero no «benefician» o «empoderan» a las personas que encontrarían en sus libertades de pensamiento y expresión una voz —y por lo tanto una vida— que puedan reconocer como propia. Aunque con frecuencia se dice que la verdad nos hará libres, el mandamiento es malinterpretado con casi la misma frecuencia. Lo que la verdad quiere decir como sinónimo de libertad no emerge de una colección de hechos o una asimilación doctrinaria, ni viene con una declaración de guerra o la bendición de Cristo; es sinónimo de la valentía que los individuos obtienen al no jugarle una estafa al carácter único y al temperamento específico de su propia mente. Las historias pasan de verdades a hechos, no a la inversa. Los narradores se esfuerzan por transmitir la esencia de algo, pero para hacerlo deben darle un nombre, una época y un lugar.


Es por eso que como editor de la revista por treinta años me sentí atraído por escritores sin miedo a la primera persona del singular, dispuestos a pensar en voz alta, experimentar con la narrativa y el ritmo, apostar todo por una metáfora, arriesgarse con un argumento o una línea de investigación que en otras publicaciones pudieran considerarse imprudentes o descuidadas. Que estuviera o no de acuerdo con lo que se estaba diciendo no importaba tanto como que el autor lo dijera de una manera que no pudiera confundirse con la declaración de la misión redactada por la CIA: «La objetividad es la esencia de la inteligencia, un profundo compromiso con el cliente en sus formas y en sus plazos».


Muchas veces me han preguntado —intelectuales políticos de Washington y activistas medioambientales de California— por qué Harper’s no publica programas de mano para un mejor futuro o planos para la construcción de un mejor mañana. Está muy bien, dicen, señalar las fallas en el sistema o sugerir que los protagonistas de la administración en turno sean enviados en lanchas a mar abierto, pero ¿por qué tantas bromas? ¿Dónde están las sugerencias constructivas y las herramientas para una reforma orientada hacia el futuro?

Lewis Lapham (fotografía de Matthew Septimus).


Si tuviera respuestas listas para estas preguntas, me postularía para un cargo de elección popular; como editor he estado más interesado en la exploración de la mente que en sacarle provecho para una campaña política. Algunos de los conceptos expuestos por los colaboradores de la revista han sido adoptados por candidatos presidenciales en busca de algo que decirles a los votantes; otros se han quedado a la deriva en los páramos académicos; algunos de ellos, muy modificados por las circunstancias y los recursos de campaña disponibles, se han convertido en leyes. Pero sin importar cuáles sean los resultados, el impulso para lograr cambios sociales o políticos debe provenir de un lenguaje que también induzca un cambio de opinión. George Orwell ya lo dejó claro en 1946, en su ensayo «La política y el idioma inglés». El uso desprolijo de las palabras, dijo, «hace más fácil que pensemos disparates. […] Si nos liberamos de estos hábitos podemos pensar con más claridad, y pensar con claridad es un primer paso hacia la regeneración política». O, dicho de una manera más sencilla, ¿cómo esperamos encontrar nuestro camino hacia un mejor futuro a menos que podamos imaginarlo como algo distinto a un hotel en Las Vegas, o construir un mejor mañana a menos que tengamos las palabras para edificarlo?


La decadencia del lenguaje público en los labios de de los patrocinadores oficiales de la sociedad (políticos, publicistas, directores de marketing, vendedores de bienes raíces) ha sido comentada muy a menudo en las últimas décadas por personas que saben, como Orwell, que un parloteo constante de mentiras, no importa cuán «contextuales» o «priorizadas», no puede sostener por mucho tiempo la esperanza de la libertad individual o la práctica de un gobierno democrático.


No puedo leer sin un lápiz en la mano, y en libros que he admirado descubro anotaciones anticuadas de hace diez o veinte años, muchas de ellas revisadas y corregidas para que coincidan con los cambios de perspectiva en mi mirada. En una edición de La educación sentimental de Flaubert encuentro una rápida anotación con lo que creo debe ser mi letra de diecinueve años, una anotación posteriormente tachada (con mi letra hacia los treinta años) y rechazada con el comentario «absurdamente romántico». En una biografía de Aaron Burr me encontré la nota «demasiado cínico», corregida, en una fecha posterior y con un bolígrafo distinto, con las palabras «tal vez no».


Normalmente leo tres o cuatro libros al mismo tiempo, de preferencia de autores de diferentes siglos. A veces pasa que me encuentro leyendo sobre diferentes periodos en la historia del mismo paisaje: Heródoto y Thomas Edward Lawrence en los desiertos de Arabia; Christopher Marlowe, Martin Amis y Samuel Johnson sobre las seducciones de Londres. Cuando agravo el proceso con la superposición de anotaciones que abarcan veinte años y que fueron escritas mientras viajaba por ciudades tan dispares como Chicago o La Habana, comienzo a entender eso que los físicos modernos tienen presente cuando hablan sobre la continuidad del espacio-tiempo.


Como estudiante, y más tarde como editor y escritor ocasional de reseñas, me sentía obligado a terminar cada libro que comenzaba a leer. No lo hago más. No importa si el autor promete introducirme en la corte de Luis XIV o al sótano de la Casa Blanca; si en las primeras páginas no puedo escuchar su voz, abandono el proyecto en cuanto se presenta la primera oportunidad. Lo hago aun con autores de gran reputación, optando por culparme por cualquier defecto que pueda ocasionarlo. Después de unos años regreso al autor en cuestión con la esperanza de que haya aprendido lo suficiente para apreciar los motivos de su publicidad. Cuando tenía veinte años, no sabía cómo leer a Ford Madox Ford o a George Eliot. Cuando tenía treinta ya no podía leer a Ian Fleming.


Las discusiones en los periódicos sobre las fallas en las escuelas americanas a veces mencionan la existencia de «El Ciudadano Educado», pero hasta donde yo recuerdo nunca he conocido a alguien así, por lo que asumo que la frase describe a una figura mitológica no tan distinta del unicornio en un bestiario medieval. Hasta la idea de un ciudadano educado me parece exagerada. Puedo imaginar a un «ciudadano educado», y he tenido la suerte de conocer a algunas personas que podrían ser descritas así, pero ninguna de ellas sería tan imprudente como para declararse a sí misma educada. Sin excepción, poseen el valor de su ignorancia; su idea de la educación no es ni una condición afortunada (comparable a una membresía en el Century Club) ni un bien material vendido en una tienda (aun con la cuota anual de Harvard), sino más bien un proceso incesante de descubrir que el mundo no es uno mismo. Si en dieciséis años han estado diecisiete mil horas en un salón de clase (casi el equivalente a veintitrés meses), esperan pasar otros cincuenta años reconsiderando lo que creían haber aprendido en la escuela.


Puesto que no me considero ni un académico ni un crítico literario, evado la necesidad de tener que hacer juicios o elaborar opiniones coherentes. Puedo seguir mis entusiasmos y contradecirme sin pena ni vergüenza, y como busco un entendimiento del carácter humano, no me importa mucho si el autor elige París en 1840 o Harlem en 1920 para su puesta en escena. Busco escritores con quien pueda imaginarme manteniendo una conversación, que hayan visto lo suficiente del mundo para comentar sobre sus prodigios y vanidades sin pensar que los hayan perjudicado. Escucharé absolutamente todo de un autor al que admire, desde reportes de maravillas en Samarcanda o Winesburg, o relatos de las amantes de Talleyrand y los uniformes de Guillermo II, hasta noticias de hormigas gigantes vigilando los tesoros del Perú. Todo es la misma historia, todo es testimonio de la misma mente, que, si he de creer en la evidencia del camino evolutivo, es también la mía. Me han dicho que durante el periodo de nueve meses el embrión humano asciende a través de una secuencia que replica cincuenta millones de años de evolución; que en los primeros seis años de vida la mente humana recapitula el sueño de sus viajes por cinco mil años de travesía histórica desde las ciudades de castillos de arena de la antigua Mesopotamia. Los personajes en el sueño habitan una continuidad en donde todo sucede en el mismo instante, y su presencia depende de un acto de mi imaginación.

© Steve McCurry, 1984.


Como defensa contra los caprichos de las modas literarias, espero al menos tres años antes de leer cualquier libro que reciba una aclamación unánime o que pretenda contar una historia secreta. No confío en las reseñas, y he aprendido que los textos promocionales de la editorial («obra maestra», «trabajo de genialidad incomparable», «no veíamos algo así desde la muerte de James Joyce o Henry James», etcétera) dan testimonio de la diligencia de los amigos y las conexiones del autor más que del valor de su escritura. La primera vez que sale a la luz, una verdad generalmente acusa a las partes involucradas de escandalosas, indecentes, antinacionales o totalmente equivocadas, así que cuando me encuentro con un libro sobre el que nadie puede encontrar nada desagradable que decir, asumo que contiene un sermón conocido o la repetición de un viejo melodrama.


Puesto que soy lo suficientemente afortunado por haber nacido entre libros y no entre películas, me deleito en todos los tiempos y declinaciones de la palabra escrita. Comparadas con la escritura, las películas y la televisión me parecen torpes y lentas, y no creo que sea verdad que una sola imagen diga más que mil palabras. Mi propia experiencia sugiere el efecto opuesto: el pensamiento que puede ser expresado en seis o siete palabras a menudo puede necesitar hasta mil imágenes y hasta quince minutos de edición en película. Aun la noción más simple requiere tal ilustración que lo que Sófocles llamó «el juego del pensamiento ágil» se mueve con toda la gracia y velocidad de un elefante de circo retirado, y como muchas de las escenas solamente prolongan o repiten lo que era obvio en los créditos iniciales, pierdo interés en las actuaciones mucho antes de que la heroína haya encontrado el camino fuera del bosque o dentro de la trama.


Hace unos años escribí un documental para televisión de seis horas sobre las guerras norteamericanas en el siglo XX, y me di cuenta de que el trabajo guardaba similitudes con la escritura de un libro de texto de escuela primaria. Al enterarme de que tenía setenta y ocho segundos y cuarenta y tres palabras para explicar los orígenes de la Segunda Guerra Mundial —mientras, al mismo tiempo, se proyectaba la transición entre fotografías de la Conferencia de Munich de 1938 y clips de aviones alemanes bombardeando Varsovia en septiembre de 1939— descubrí lo que Marshall McLuhan quiso decir con la frase «El medio es el mensaje».


Me doy cuenta de que me acerco a los autores antiguos y modernos con diferentes esperanzas y expectativas. Para apreciar el logro de los escritores contemporáneos es necesario tener en cuenta las probabilidades en contra de su aventura. La existencia de una literatura presupone un público coherente que tiene a la vez tiempo para leer —y la necesidad de tomarse con seriedad— las obras de la imaginación literaria. Mark Twain fue obligado a guardar sus observaciones más acérrimas para publicación póstuma mientras hacía el papel de payaso inofensivo. Edith Wharton partió hacia Europa junto con T. S. Eliot y Ezra Pound; Ambrose Bierce abandonó el escenario por los desiertos del norte de México.


Los libros tienen tan poco que ver con el negocio que el autor está constantemente apostando contra la casa, comerciando con metáforas entre personas más interesadas en monumentos, y aun cuando el autor se haya preparado con una sonrisa seductora y un sombrero nuevo, sigue siendo una figura solitaria y soñadora en el desierto o dentro de una cueva, un bandolero armado con nombres y verbos, planeando saqueos repentinos a la prosperidad de los campos de golf y los casinos de la costa. Tal vez esta es la razón por la que tantos escritores se han distinguido en las formas más breves de la expresión literaria —pienso en los poemas de Dickinson, los cuentos de Hemingway, los ensayos de Didion, los párrafos de Updike, las polémicas de Mailer, los esbozos de Plimpton, los sermones de Bellow, las bromas de una línea de Heller. No es que estos escritores no hayan tenido éxito en las formas más largas de la historia, la novela y el tratado, pero, como Dorothy Parker, logran sus efectos más memorables bajo el velo de la brevedad.


Aparentemente nunca fue suficiente para un escritor tan solo escribir. El público siempre ha preferido sensaciones, tolerando autores solo si los pueden imaginar como el tipo de persona que apuñala a su esposa y hace escenas en los restaurantes. Frente al éxito literario conferido a las memorias de agentes inmobiliarios opulentos y patrones de burdel famosos, el escritor que nació para ser rey representa sus producciones más elaboradas en los teatros del yo, y muchas veces es la vida, no el libro, la que se convierte en obra de arte.


Cuando leo a los autores antiguos sé que estoy acompañado de testigos que han sobrevivido el tamiz del tiempo y los infortunios de la mala traducción, y he llegado a pensar que los libros más deslumbrantes son aquellos que puedo abrir al azar. Los libros que deben ser leídos siempre en el orden de sus capítulos los considero mediocres, los trucos de un mago en una fiesta infantil de cumpleaños comparados con las navegaciones musicales de la ballena azul. No importa dónde abra los ensayos de Montaigne, a la mitad de una discusión sobre arrogancia o caníbales, no siento que me haya perdido el primer acto. Noto el mismo efecto en las novelas que leo más de una vez; no necesito regresar al principio para recordar la calvicie de Vautrin, el silencio de Queequeg o las ardientes esperanzas de Dorothea Brooke.


Siendo un niño, formé mi entendimiento de la política a partir de la lectura de las obras de Shakespeare, que continuaré leyendo mucho después de que CBS News haya sido vendido como chatarra, reconsiderando mis impresiones de los noticiarios nocturnos a la luz de observaciones subsecuentes, no sobre George Bush o Tony Blair, sino sobre Coriolano y Ricardo II. Si supiera lo suficiente sobre la mecánica de la historia, podría iniciar en cualquier lugar, moviendo el hilo hacia atrás y hacia adelante a través del telar del tiempo, tejiendo el diseño de una narrativa única y continua; si tuviera la sabiduría de un poeta o el conocimiento de un biólogo, quizá podría discernir rasgos del diseño no solo en cada ciudad de la que el humano ha tenido la audacia para levantarse del lodo sino también en la vida y metamorfosis de cada individuo.

© Radenko Milak, 2014.


Una sociedad hace de su literatura aquello que elige percibir como su autorretrato, y si las listas de los libros más vendidos pueden considerarse un buen indicador de lo más novedoso, parece que preferimos en este momento las promesas de redención sobre el juego de las ideas. Junto con los consejos para los enamorados no correspondidos y las guías para hacerse rico súbitamente en la bolsa o el mercado inmobiliario, los títulos identifican el trabajo de chamanes y mistagogos que proporcionan mapas de los pantanos del exceso y el desánimo, o de académicos teóricos que quizá hayan descubierto la conexión entre el gobierno y los gobernados, pero que escriben con tal pobreza que sus descubrimientos se vuelven ininteligibles para todos excepto para el colegio sagrado de los ya iniciados. El solipsismo de la escritura en la generación actual discute no tanto la falta de genialidad como la pérdida de un teatro nacional de las ideas en el que los escritores (o pintores o químicos o políticos) puedan ejecutar los actos de la imaginación moral o literaria. Nadie puede decidir si esos actos deberían ser ejecutados en un escenario, en una pantomima o en un trapecio, y los empresarios culturales resuelven el dilema estético programando en la arena cualquier acto que atraiga a una multitud. Las reglas del protocolo igualitario les prohíben hacer distinciones individuales entre poetas y osos de circo.


En la Inglaterra del siglo XIX, Charles Darwin podía esperar que El origen de las especies fuera leído por Charles Dickens, así como por Disraeli y el vicario de las comarcas que coleccionaba moscas y escarabajos de agua. Dickens y Disraeli y el vicario podían esperar que el señor Darwin se aventurara tal vez a leer sus observaciones. Pero a principios del siglo XXI, ¿qué novelista puede esperar que su obra sea leída por un bioquímico, un candidato presidencial o un director corporativo? ¿Qué físico puede esperar que su obra llame la atención, mucho menos que se entienda, en los salones literarios de Nueva York?


Es un lugar común decir que la culpa es de la época, que los triunfos de la democracia y la industrialización han producido inevitablemente la degradación del arte y el fracaso de la educación. Me parece un argumento deficiente. Como todas las épocas, la nuestra puede considerarse la mejor o la peor de las épocas. El juego de ideas nunca es fácil, rara vez es popular, y siempre es visto con sospecha por el orden establecido. En el bazar literario, el lugar de honor habitualmente se otorga a necios y astutos, como atestigua Balzac en su descripción de la atmósfera del París de 1830 o el relato de Juvenal de la misma atmósfera en la Roma de Julio César.


Ninguna ley de la naturaleza sostiene que una sociedad deba producir obras de la imaginación literaria. A través de largos periodos en su historia, el mundo ha funcionado ciertamente muy bien sin escritores de importancia perdurable. El imperio bizantino duró casi mil años, satisfecho con su talento para la burocracia, diseño de indumentaria, liturgia eclesiástica y homicidio político. Pero si no es una desgracia para ningún país en cualquier momento de su historia fracasar al escribir una literatura, es también un asunto de cierto interés en un país que posee el poder para envenenar la tierra y aun así no tiene ni el deseo ni la osadía de conocerse a sí mismo. Es verdad que la libertad de pensamiento da a las sociedades la desagradable noticia de que están en problemas, pero ya que todas las sociedades, como todos los individuos, están siempre en problemas de una u otra clase, la noticia no los hace perecer. Mueren más bien del miedo al pensamiento y de la parálisis de la mente que acompaña a la adoración de celebridades y al deseo de detener el tiempo. Contra el peso de la cobardía del mundo, es la empresa conjunta celebrada por el escritor y el lector — la labor del escritor que incita la rueda de la imaginación del lector — la que produce las libertades de pensamiento de las que una sociedad obtiene sus fuentes compartidas de energía y esperanza.


Rodeado por una multitud de libros, puedo imaginarme rodeado por una orquesta afinando sus instrumentos, impaciente con la promesa de múltiples temas y variaciones que, escuchados por separado o en concierto, sostienen que el mundo de los humanos y los acontecimientos puede al fin ser comprendido. Todavía no, quizá, no a tiempo para la entrega de mañana o la lista de publicaciones del año próximo, pero sí tarde o temprano, cuando suficientes personas con acceso a expresiones más precisas hayan tenido la posibilidad de ampliar el alcance de la imaginación y agrandar el ámbito de la posibilidad humana.


Hace unos años, la página editorial del New York Times se otorgó a sí misma el complaciente elogio de que «las grandes publicaciones magnifican de manera inconmensurable la voz de cualquier escritor». La oración empleó el verbo equivocado. Los instrumentos de los medios amplifican una voz, de la misma manera que lo hace un altavoz en un estadio o en una prisión. Lo que magnifica una voz es su lucha por llegar a la verdad. La línea melódica es oscurecida muy a menudo por el ruido de los circos y las ferias de los medios, perdiéndose fácilmente en el desfile de mentiras complacientes. Pero en las páginas de un libro, el sonido de la voz humana es tan inconfundible como el sonido de un oboe o el sonido del mar.




Lewis Lapham (1935–2024), editor de Harper’s Magazine por tres décadas y fundador de Lapham’s Quarterly en 2007, murió en Roma el pasado 23 de julio a los 89 años.

En 2019, The Paris Review publicó «Lewis Lapham, The Art of Editing». Su obituario se puede leer en The Nation.



Ir a la página principal del blog

Anterior
Anterior

El rastro de nuestros síntomas

Siguiente
Siguiente

La escritura antes que la traducción