El rastro de nuestros síntomas

El siguiente texto de Julián Herbert es el prólogo a ‘Fallar otra vez’, de Alan Pauls (Gris Tormenta, 2022), ahora en su quinta edición. Es un ensayo a favor de la escritura imperfecta —y una lúcida reflexión sobre la desobediencia narrativa como origen de la literatura.

12 septiembre 2024

Cuenta José Agustín en El rock de la cárcel que, en 1966, cuando iba a reeditarse su novela La tumba (el autor tendría veintidós años escasos):

Me telefoneó […] el ilustre maestro Aurelio Garzón del Camino, jefe de correctores de Novaro, y me señaló lo que él consideraba errores gramaticales inadmisibles en mi original. Le expliqué lo mejor que pude que se trataba de rupturas deliberadas con la gramática ortodoxa por necesidades inherentes de la naturaleza del texto. A Garzón del Camino le molestaba que yo saliera con palabrascompuestasporvariaspalabras, que Pusiera Mayúsculas Donde No Deberían Ir, que no subrayara frases y palabras en otros idiomas, y otros detalles de ese tipo. Le pedí que no aplicara supuestos principios generales a una obreja que mal que bien establecía sus propias leyes, su frecuencia de onda. El connotado traductor y berrinchudo corrector aceptó a regañadientes lo que yo decía, aunque me advirtió Muy Seriamente que en el pie de imprenta se anotaría que yo era el único responsable de ese horror de edición.


Han pasado cincuenta y seis años de esa anécdota y la relación entre escritores y correctores de estilo no parece haber cambiado mucho —salvo, quizá, por un aspecto generacional al que haré referencia más tarde. En un post de Facebook de 2022, la poeta y traductora Paula Abramo se quejó:

Destrozaron tanto mi traducción de poesía que no sé ni por dónde empezar a reconstruirla.

Y es la segunda vez que la destrozan, la misma traducción, pero ahora peor de destrozada. Qué desazón. Sugerencias como: cambiar «normal» por «común y corriente» en un poema donde las sílabas cuentan. Sugerencias como: cambiar las rarezas de la autora por frases hechas y adjetivos chabacanos. Sugerencias como: «Yo creo que esto no tiene mucha lógica, qué te parece si lo retocamos». Y la autora ya había aprobado mi versión. Me siento como Sísifo.


En otra entrada de la misma red social, León Plascencia Ñol satirizó:

Escribí un poema en prosa que no lleva comas y solo tiene punto final. El corrector de la editorial puso comas a diestra y siniestra —mal puestas, además— y ahora tengo que dejarlo tal y como estaba. Al poema, por supuesto.


Desde Twitter, Abramo amplió su querella convocando a seguidores a escribir una serie colectiva de sonetos partiendo del endecasílabo «No me cambies figmento por pigmento». De vuelta en Facebook, en las respuestas a la entrada de Plascencia, Brenda Ríos conjeturó: «Quizá sea una chica joven y sin experiencia» (la correctora, por supuesto). A lo que Odette Alonso replicó: «O un chico que se siente muy sesudo». Y es aquí donde el énfasis generacional me resulta evidente: más allá de la imaginería de género, casi nadie piensa ya que, como en los sicodélicos años sesenta, los correctores de estilo sean unos viejecillos ilustres y gruñones atrincherados en amarillentas y neogóticas gramáticas. Entre otras razones, porque la paga de un empleo tan constipado y minucioso suele ser raquítica. Los correctores de nuestros días (de nuestros textos) son un ejército de jóvenes magnetizados por el home office y embravecidos por los desaires de la musa.


Todo esto es mero chisme y bagatela. Y al mismo tiempo no. Sería ingenuo pensar que no existe relación entre la desmesurada corrección política contemporánea y el chato protagonismo que demandan los correctores de estilo balconeados por Abramo y Plascencia. Se trata de una guerra ideológica que se libra en los lindes de la estética, y es en parte por eso que algo aparentemente divertido e inquietante como el lenguaje inclusivo (o incluyente, corríjanme) logra generar animadversiones de amplio espectro: no tanto por romper la norma —cosa a mi juicio deseable y amena—, sino por intentar sustituirla mediante el chantaje moral. Más allá de su flagrante ineficacia política (una subalterna social como la chofer de Uber no puede obligarme a ser parte de su todes porque le cancelo el viaje, en cambio un profesor sí puede imponerlo a sus alumnes bajo la soterrada amenaza de reprobarlos), el lenguaje incluyente fracasa, en cuanto recurso subversivo, porque carece la mayor parte de las veces de la ironía necesaria para verse a sí mismo como lo que es: un lujo.


Si empecé a prologar este ensayo tan breve con una digresión tan larga es por dos razones. La primera, honrar algo que Alan Pauls pondera (no sé si secretamente) en sus reflexiones: la habilidad literaria de escurrir el bulto. La segunda razón es resaltar la tesis básica del ensayo que aquí se presenta; una enmienda de estilo desmedida y, sin embargo, sutil: donde dice «corrección» debe decir «sobreescritura».


«Fallar otra vez» es el texto de una conferencia que el escritor argentino Alan Pauls pronunció en noviembre de 2019 en la Casa de América de Madrid, en el marco —y este dato creo que importa— de un curso para el desarrollo de proyectos cinematográficos. Es, entre muchas otras cosas, un pulso entre lo fijo y lo provisional, lo normativo y lo cognitivo, la puntuación y la travesura. Es también una reflexión acerca de cómo desarrolla su estilo no nada más un escritor: una industria cultural entera angustiada por la corrección de la forma artística como herramienta del Bien.


Ansiedad es la emoción dominante desde el primer párrafo, abigarrado de preguntas retóricas acerca del carácter provisorio de aquello que hemos escrito y que habremos de releer y corregir con desazón durante días o meses (años a veces en mi caso), y este tono jeremiaco se avivará en páginas subsiguientes al hablar de Himalayas y Aconcaguas de reescritura, estupor, escándalo, incluso espanto, hasta desembocar en el infierno de pregunta por todo autor tan temida: «¿Habrá que hacerlo todo otra vez? Es el momento Sísifo, umbral decisivo para cualquiera que pretenda vivir y sobrevivir escribiendo». Afortunadamente, dos párrafos más tarde esta ansiedad se diluye (solamente para ser reformulada, profundizada, ejemplarizada: corregida) en una frase de sabiduría mitad cínica, mitad estoica: «La lección —que es nuestro alivio, quizá el único a nuestro alcance— es que nada hace posible tantas cosas nuevas como una situación imposible»: la imposible situación de culminar una escritura. Tal vez porque, bien mirada, esa escritura jamás ha sido una cosa, sino un proceso.


Nueva digresión: si bien mi experiencia emocional de la corrección se asemeja mucho a la descrita por Pauls, mi experiencia gimnástica al respecto es un poco distinta. Yo reescribo de manera permanente, no al terminar un texto o libro, sino sobre la marcha, una y otra vez, repasando siempre desde el inicio. Por ejemplo: me ha tomado seis días redactar hasta aquí, y cada tarde he vuelto varias veces sobre los párrafos anteriores releyendo en voz alta desde la cita de José Agustín. Me produce más angustia pergeñar una primera versión que adecentar las subsiguientes. A principios de los noventa, en un volumen de cuentos compilado por Gustavo Sainz (Jaula de palabras) encontré —no en el ensayo introductorio ni en alguno de los cuentos, sino en una de las fichas biobibliográficas— una frase que adopté como divisa y (me) he repetido como mantra durante más de treinta años, tanto en la soledad de mi mente como en las clases de técnica que imparto: «El único sentido que tiene escribir cuentos es el de reescribirlos».


(Durante décadas atribuí esa declaración a Eusebio Ruvalcaba, amigo querido y escritor admirado. Recientemente descubrí que en realidad son palabras de Héctor Aguilar Camín, un autor que me resulta más bien antipático. El inconsciente is a bitch, y él también nos corrige a su sabor.)


La primera simpatía que me despierta el texto de Alan Pauls son sus referencias: una cita sesgada de Handke, un cameo de los Hernández y Fernández de Tintín, el cine de Lynch, los guiones de Charlie Kaufman, los seminarios de Syd Field, la desmesura de Copi y César Aira (me salto a Knausgård porque he tomado la precaución de no leerlo)… y, atrayéndolo todo, un triunvirato de sobreescritura prodigiosa y malsana: Proust, Joyce y Beckett. La descripción que hace Pauls de los cuadernos de Proust linda con la écfrasis; la imagen que propone de Joyce (a la primera lectura imaginé al irlandés sentado ante la mesa de un café, en compañía de amigos, sacándose notas de los bolsillos del chaleco para pegarlas con goma en las galeras del Ulises mientras conversa en varios idiomas) tiene algo de performance; la frase misma que da título a esta charla, tomada de Beckett, posee un espasmódico aroma de ensayo teatral. Porque escribir es un montaje.


La segunda simpatía que encuentro en esta charla es su propuesta del síntoma literario (la insistencia de cada autor en practicar disciplinadamente, una y otra vez, el mismo tipo de defectos) como algo que ha de ser explorado y perseguido, cazado como una presa, y no meramente eliminado mediante la corrección, en su supuesto carácter de colateral efecto cognitivo:

[…] ese error en el que no dejamos de caer [al escribir] tiene la forma y la consistencia y el sabor y la temperatura y el ritmo de nuestro deseo, nuestra imaginación, nuestras alucinaciones, nuestras ideas descabelladas sobre escribir y sobre el mundo acerca del cual escribimos.


Porque —y esto lo sabe cualquier escritor de cepa— uno no escribe para expresarse, sino para entender, y no hay comprensión donde no hay obsesión.


La tercera simpatía que despierta en mí este ensayo proviene de su fe en la repetición: fallar otra vez, fallar mejor. Me recuerda una muy bella idea de Flannery O’Connor, según la cual tiene que serse un poco estúpido para escribir ficción. La estupidez nos obliga a ver las cosas (o las palabras) más de una vez, puesto que no estamos seguros de haberlas comprendido a la primera.


Tampoco me engaño: rara vez la simpatía literaria aparece en la vida de uno descafeinada de ansiedad. Me perturba la manera discretamente impertinente en que Alan Pauls dice todas estas cosas en un curso sobre cine. Me perturba porque he pasado los últimos cuatro años escribiendo guiones cinematográficos y biblias para hipotéticas series, y adaptando al español mexicano fronterizo diálogos originalmente escritos en inglés de Nueva York, e intentando hacer caber una novela pop de los noventa en diez arcos narrativos para podcast: sé de primera mano que muchas de las espléndidas reflexiones que contiene este texto no lograrán atravesar ni el primer puesto de control de la eficiente maquinaria algorítmica que rige los destinos (tan hambrientos como adictos al azúcar) de las audiencias vía streaming pospandemia.


El texto me perturba, en segundo lugar, porque llevo una década impartiendo clases de narratología, intentando adaptar la teoría de Gérard Genette a la poética cognitiva de Peter Stockwell, combinando la mimesis de Erich Auerbach con la noción de código dramático descrita por John Truby, trazando reflejos entre la imagen dialéctica de Walter Benjamin y el realismo dialéctico de José Revueltas, e intentando convertir ese caldo de cultivo en una sopa más o menos digerible para escritores que empiezan. Me pregunto hasta qué punto la idea de ser fiel a uno mismo y despreciar los ejercicios a la John Gardner y negarse a ser esclavo de la buena factura puede ayudar a un artista novel a conocerse a sí mismo, o si, por el contrario, podría ser otra manera (hay tantas) de frivolizar la ansiedad.


Nunca sabré qué tan «útil» será este ensayo para, pongo por caso, quienes asisten al laboratorio de novela que coordino en Escuela Nox. No sé si les ayude a clarificar sus problemas ante el oficio o si, por el contrario, la opción inicial de saltarse las reglas (de la retórica o el mercado) podría volverse para ellos un espejismo narcisista que los proteja de la experiencia más profunda que nos depara la creación: la del fracaso y la derrota. Se trata en cualquier caso de un falso problema porque, como Alan Pauls vio —y Wittgenstein antes que él—, los problemas no se resuelven, se disuelven: «Queremos escribir, no curarnos, y escribir es seguir el rastro de nuestros síntomas».


(He compartido, desde luego, el texto de Alan con quienes asisten a mi laboratorio de novela; mi oficio es la agitación literaria, no el bienestar emocional de los nuevos escritores.)


En el capítulo «Genjōkōan« («La plenitud de la presencia») del Shōbōgenzō (traducción anotada de Dokushō Villalba), el maestro zen soto Eihei Dōgen escribió:

Cuando vas en barco y miras hacia la orilla, puedes cometer el error de creer que es la orilla del río la que se mueve. Pero si posas la mirada atentamente sobre tu propia embarcación, comprenderás que en realidad es el barco el que se mueve. De la misma manera, si examinas la multitud de fenómenos a través de tu percepción confusa, cometerás el error de pensar que tu propia mente es permanente. Pero si practicas íntimamente y retornas a lo que eres, comprenderás que nada posee naturaleza propia.


Escribir (sobreescribir) es esa orilla, y la mano que escribe es un barco, y ninguna de estas dos cosas posee naturaleza propia. No puedo corregir eso. No puedo explicarlo. Tal vez mañana, lunes, tenga tiempo para escribirlo de otro modo.




Julián Herbert (Acapulco, 1971) es escritor, editor y profesor de Literatura. Su trayectoria abarca un amplio territorio conformado por actividades literarias —edición, traducción, escritura, colaboración crítica en diversos medios—, pero también musicales y pedagógicas. Entre sus libros están Canción de tumba, Ahora imagino cosas y Suerte de principiante.

Fallar otra vez, de Alan Pauls, es un ensayo a favor de la escritura imperfecta —y una lúcida reflexión sobre la desobediencia narrativa como origen de la literatura.


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