Remembranza del México rural

Este texto, escrito originalmente por Alejandro Merlín para nuestra antología Nuevas instrucciones para vivir en México, aparece también en la compilación Placeres mínimos, que conmemora el Día del Libro 2022.

25 abril 2022

Fotografía © Cristian Herrera


Yo me crie en el campo, en un pueblo de Durango. Con los años, cuando conocí el resto del país, me convencí de que todos los pueblos de México tienen mucho en común con aquel campo durangueño de mi infancia. Son muy diferentes, es cierto, en la comida, en la gente, incluso en la lengua, pero por la relación con los animales, los oficios comunes y, digamos, el estilo de vida parecen conversar de cerca, pese a la geografía y los miles de kilómetros que los separan.


Los fundadores de aquella ranchería que me vio crecer, unos ejidatarios protestantes, le pusieron el humilde nombre de La Palestina. Está en el municipio serrano de Santiago Papasquiaro. Mi abuelo se mudó para allá en los cuarenta, junto con su familia y la de su hermano menor. Antes de mudarse vivían en la sierra, en otra ranchería de nombre Ojos Azules, en el municipio de Guanaceví. Se fueron a los valles con la promesa de mejores tierras para la ganadería y el temporal: en Durango, en esa época, apenas estaba ocurriendo la repartición agraria. En los tiempos de mi abuelo, hace más de cincuenta años, el campo estaba poblado y muchas personas se dedicaban a la agricultura de temporal, sobre todo de frijol y avena. Hoy en día La Palestina no tiene más de ciento cincuenta habitantes.


En la casona de mis abuelos, que tenía unas veinte camas, pasé mis primeros seis años y luego ya casi todos los fines de semana de mi infancia. Sigo yendo de vez en cuando, y nunca deja de sorprenderme lo mucho que han cambiado las cosas en tan pocos años; y no solo para ese pueblo, sino para el campo mexicano. Del recuerdo infantil de las vigas, el olor a adobe en las épocas de lluvia, los jardines llenos de geranios y la absoluta oscuridad nocturna paso a la consternación por el estatismo, el abandono y la falta de futuro para la gente que vive ahí.


En La Palestina sigue existiendo un salón ejidal donde se celebraban las fiestas de quince años, los bautizos, las bodas, los aniversarios. Por otra parte, casi en contraste y como escombros del último espacio de vida cívica, cerca de los juegos y del pozo de agua del pueblo se encuentran un quiosco diminuto y una escuela primaria de un solo maestro, que da clases a todos los grupos. Antes había una telesecundaria, pero ya la cerraron; los pocos jóvenes que quedan tienen que ir a otro pueblo. Lo que sobrevive de la telesecundaria es su cancha de básquetbol; ya nadie estudia ahí, pero en La Palestina, como en el México rural, el básquetbol es el deporte par excellence.


Las fiestas giran en torno a la idea del baile. Siempre hay alguien que pregunta cuándo o dónde va a haber baile, en qué pueblo, qué día para ponerse de acuerdo e ir todos juntos. Ahora se avisan por celular. En las fiestas de los pueblos siempre dan de comer: asados, de puerco o de pollo, arroz rojo o blanco y algún postre con gelatina. La música suele ser en vivo. Suele ser música de viento, banda o conjuntos norteños. Los muchachos se ponen a ver a las muchachas que están sentadas alrededor. Si alguno ve a una muchacha de su interés, la saca a bailar con la sincera pregunta de «¿Quiere bailar?». Si te dice que sí, pues adelante. Una pieza nomás es señal de que no hubo química ni interés correspondido; más de dos piezas, tienes una oportunidad de frecuentarla si no tiene novio; si no te suelta todo el baile, ya la hiciste: si tiene novio, lo deja por ti, le gustas mucho, podría ser la mujer de tu vida. A mitad del salón ejidal, siempre hay una masa de hombres que miran a las mujeres, que no se animan a nada y nomás se les calienta la cerveza en la mano. A esa masa le dicen la bola. No sacan a bailar a nadie, no platican, nomás están parados ahí, viendo. Yo siempre fui de la bola. Nunca fui bueno para bailar, nomás fui bueno para observar. Alguna vez intenté sacar a bailar a las muchachas, pero yo soy de los que canso. Lo mío siempre fue platicar, no bailar.


Los bailes son muy importantes para la interacción y la socialización, para mantener los lazos entre familias y especialmente para conseguir pareja. De los muchos migrantes del pueblo, algunos todavía prefieren hacer sus fiestas en el salón ejidal. Muchas personas todavía vuelven en las vacaciones por eso, para acompañar a festejados y por un estrecho arraigo parental. Para muchos migrantes, la distancia parecía franqueable, pero hoy parece que finalmente se hace notar. Recuerdo a muchos amigos de la infancia —ahora viven todos en Estados Unidos— y recuerdo los años en que se marcharon. Jugábamos a bañarnos en el arroyo, a los bandidos y a las canicas. Nos gustaba ir a las ferias, la mayoría eran en julio y en agosto, y la más famosa era la Feria de La Campana. Si hay algo parecido en todo el país, son las ferias de los ranchos. Están los mismos juegos mecánicos de siempre, la rueda de la fortuna, el dragón, las tazas locas, que se ponen desde Ciudad Acuña hasta la plaza de Milpa Alta. Los mismos juegos de tino y de suerte, también las mismas recompensas por recoger los pescaditos, reventar los globos con los dardos de pluma, el mismo muñeco meón en el tiro al blanco, que moja con su orina ficticia a los distraídos. De mis amigos ahora solo escucho historias, algunas felices, otras tristes. Algunos están en libertad condicional o en la cárcel por narcotráfico, otros son trabajadores estables y padres de familia en Houston, otros son celebridades de música grupera en Chicago; tienen grupos de Facebook donde le dan «me gusta» a las fotos viejas frente a la plaza, a la foto con los padrinos después de salir de la primaria o a la esquela de algún pariente que acaba de morir; suben fotos de padres y abuelos y comparten con clics la emoción de haberse criado en el mismo pueblito, pero ya no regresan. ¿A qué?


Al frecuentar las casas de los vecinos de La Palestina, parece que solo las televisiones y algunos electrodomésticos cambian. La decoración de las casas puede ser una buena prueba de que la imitación es la base del deseo. Alguien pudo haber puesto un cuadro barnizado de la Santa Cena, un ángel de la guarda en los cuartos, una postal de Ohio, de Carolina del Sur, una foto de un bautizo o un servilletero que diga «Recuerdo de mis quince años, Jenny». Esos son los detalles visibles al sentarse a la mesa: el plástico sobre el mantel bordado en punto de cruz, las ollas de barro y la manteca de puerco para los frijoles, todo combinado con algo extranjero: los aparatos coreanos, gringos o japoneses, o alguna foto lejana de los parientes que se fueron a buscar una vida mejor. Las vajillas y los trastes de adorno que se usarán en una ocasión especial —que nunca llega— aguardan en las vitrinas que siempre dan a la mesa.


Basta con recorrer las calles de terracería del pueblo para ver los anuncios de viejas campañas políticas por todas las bardas, o los anuncios de bailes de aniversario, de campañas agrarias o de salud, o los adobes que disminuyen para constatar todas las décadas que se acumulan. Los servicios siguen siendo escasos o nulos: un agostadero, un basurero con pocas reglas y casi clandestino, agua potable pero con un drenaje rústico, ninguna banqueta, ninguna jardinera, ausencia completa del Municipio, salvo que sea cabecera municipal, y La Palestina no lo es, así que no hay ni botes de basura. Es posible, en días de ventisca, ver volar las bolsas de plástico por los aires, como si fueran papalotes.

Fotografía © Cristian Herrera

Por las carreteras, para llegar a los pueblos menos remotos, uno llega a ver unas edificaciones enigmáticas, simbólicas y hasta metafóricas del campo mexicano. Son las bodegas de la Conasupo, de forma cónica, construidas en mampostería y con una entrada ceremoniosa y cúbica, desperdigadas a lo largo y ancho de todo el país, abandonadas. Parecen los vestigios de alguna civilización perdida, antigua como el PRI. En las bodegas de la Conasupo se junta el «cabildo» de La Palestina, un grupo de muchachos y señores, puros hombres, a emborracharse. Las usan algunas personas para meter ganado o como bodega de chatarra. Siguen ahí, de pie, pues esos silos están construidos para sobrevivir a los pueblos, tal parece.


La vieja Compañía Nacional de Subsistencias Populares fue creada en 1965 y desapareció en 1999, aunque ya llevaba años moribunda por la corrupción. Los «graneros del pueblo» fueron construidos por trabajadores de cada ejido. Esos monumentos son la manifestación arquitectónica de las políticas estatales del campo mexicano. Algunos libros dicen que construyeron casi cuatro mil silos alrededor del país. Esas bodegas se llamaban Almacenes Nacionales de Depósito. Mi tío Leopoldo trabajó ahí diez años, hasta que lo corrieron en 1989, cuando cerró el silo de La Palestina. Se fue con su familia a Atlanta. Desde entonces vive allá. El silo donde trabajó permanecerá, monumento extraño, para dar fe del pasado cuando ya no quede nadie que lo explique.


Carlos Salinas de Gortari estaba muy preocupado por la política agraria de nuestro país. En su tesis de doctorado reprochaba la intensa intervención financiera estatal en la productividad industrial urbana, en detrimento de la inversión campesina, que, a diferencia de la primera, sí dejaba clientelas políticas. Decía que en 1970 el cuarenta y dos por ciento de la población de México vivía en el campo y apenas producía el once por ciento del PIB. ¿Qué pensará ahora el expresidente cuando apenas el veintiún por ciento de la población vive en el campo y el sector agrario no representa más del cuatro por ciento del PIB?


México pasó, a pasos veloces, de ser un país rural a ser uno urbano. En La Palestina había casi dos mil personas en 1994, pero solo mil personas en 2004. Hoy quedan unas ciento cincuenta. ¿Dónde están? La mayoría están en Estados Unidos; otros, en las ciudades pujantes cercanas: Durango, Saltillo, Aguascalientes. La Palestina ahora es un pueblo sin jóvenes. En México, actualmente, dos millones de personas se siguen dedicando a la agricultura temporalera de subsistencia. Desde 2005 es así. La edad promedio de trabajadores temporaleros es de cincuenta y dos años. Si no fuera por los menonitas y por los agricultores de riego, aquellas tierras ya se habrían erosionado.


Yo entré a la universidad en 2006 y cada vez fui frecuentando menos el pueblo. Mis abuelos murieron y mi tía sigue trabajando las tierras con ayuda de los pocos trabajadores que quedan. Las casas se caen, deshabitadas, y construyen muy pocas nuevas. Las casas se caen y crece maleza en los adobes. No solo se caen: a nadie le importa que se hayan caído. Las pocas casas nuevas que construyen son casas de temporada para jubilados.


El campo temporalero es una actividad improductiva, sin posibilidad de competencia ni futuro. Muchas familias ya no viven ni del ganado ni de la cosecha, viven de lo que les mandan parientes y conocidos. El único arraigo son los subsidios rurales, la esperanza de tener riego y los muertos que cada uno tiene en el panteón.


Como La Palestina, hay pueblos que se llaman El Nogal, El Zape, Guatimapé, El Cebollín, nombres que significan cosas, en español o en otra lengua, desde Guachochi o Rochéachi hasta Cuilápam o Eknakán o Rosenhof (Campo de Rosas, la colonia menonita a donde mi abuelo y yo llevábamos la leche, a dos kilómetros de La Palestina). Pueblos que comparten, sobre todo, la soledad, y que viven, como yo, como nosotros, de la migración y la nostalgia.





Alejandro Merlín es traductor y editor. Ha traducido a Paul Bénichou, Jean Starobinski, Heinrich Heine y Guy de Maupassant para la UNAM y para el Fondo de Cultura Económica, donde trabaja como encargado de cuidado editorial.

«Remembranza del México rural» es parte de la antología Nuevas instrucciones para vivir en México, editado por Gris Tormenta y publicado en agosto 2019. Los veinte autores mexicanos y extranjeros reu­nidos en el libro revisitan la mirada del escritor Jorge Ibargüengoitia, quien exploró, con gran humor, el absurdo y la ironía de vivir en un país como el nuestro. El texto se ha adaptado ligeramente para esta versión, que se incluyó en la compilación Placeres mínimos.

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