Piedras crecen

Este texto, escrito originalmente por Valeria Tentoni para nuestra antología Lo infraordinario, aparece también en la compilación Superficie celeste y otros escritos, que conmemora el Día del Libro 2021 en México.

22 abril 2021

Valeria Tentoni. Fotografía: © Eduardo Tentoni

Valeria Tentoni. Fotografía: © Eduardo Tentoni


Estando en México por primera vez me perdí por los bosques que rodean el Castillo de Chapultepec. No fue un accidente, me extravié con alevosía por unas callecitas que recuerdo como de adoquines. Así, a poco de andar quedé ante las puertas de un museo. Entré (¿qué otra cosa se puede hacer ante una puerta nueva?), aunque al pagar el boleto no sabía nada sobre lo que se ofrecía ese día. Recorrí las muestras repartidas en las distintas salas con atención y velocidad variables. Me detuve ante acuarelas y óleos, paisajes, manchones y retratos, pero mi extranjería me tenía demasiado entretenida como para hacer foco. Al llegar al piso superior, sin embargo, las cosas cambiaron.

Un grandísimo portón indio de madera tallada recibía a los visitantes, anunciando lo que iba a ser uno de los viajes más alucinantes que mis ojos hicieran al momento: era una muestra de la colección del anticuario Rodrigo Rivero Lake. Estudiados por las luces dicroicas, había en ese gran salón esculturas, muebles, vasijas y cuadros, jarrones, mesas y mesitas; hasta una cama ancestral en la que reyes y reinas habrán descansado de sus coronas. Había también un trono de madera que se parecía a un león agazapado, vírgenes de marfil, cofrecitos de carey. Había un escritorio sobre el que se montaba un armario de inagotables compartimentos sobre el que Perec podría haber pasado la vida entera escribiendo. Todas esas cosas venían de muy lejos y habían tenido que ir a buscarlas. Cada una evocaba ese viaje, esa distancia, ese trabajo. En su cercanía, por fuerza, se sentía como un mareo; la intuición del planeta extendiendo sus confines, como cuando apoyamos un caracol en nuestro oído e irrumpe el mar, que es todos los mares a la vez.

Los zigzagueos a los que me sometía no eran los del recorrido alentado por los carteles del museo, sino los de una euforia impropia, contagiada. Cada cosa me llamaba con urgencia para contarme su secreto. «Los objetos nos buscan para revalorarse, nos encuentran, nos utilizan y nos dejan pasar, para después ellos seguir adelante, vivos, activos», se leía del anticuario. ¿Qué tipo de ser humano podría haber reunido todo eso, dicho todo eso?

«¡Amo las cosas loca, locamente!», me vino a la memoria la oda elemental de Pablo Neruda. Y entonces supe a qué me recordaba ese recorrido que estaba haciendo: a una de las casas que el vate chileno tuvo —la única que conocí— en Valparaíso. La Sebastiana, una torre rematada por el estudio en el que escribía, de frente al mar. Una casa de la que quizás nunca se haya ido mi pobre corazón adolescente, electrificado de súbito ante sus paredes pintadas todas con distinto color y motivo —en particular una, a rayas verticales—, su baño de puerta troquelada a través del cual relucía, insolente, un pequeño inodoro. Recordé a golpes, como siempre que se recuerda. Me vino una gran bola de plástico transparente que pendía del cielorraso, en la que dormía su sueño un pájaro verde embalsamado. Del comedor recordé la hilera de copas de vidrio grueso que nos mostraron, de dos colores distintos —uno para los amigos que quería se quedasen hasta tarde, otro para los amigos que quería se retirasen temprano. También recordé el reloj lleno de figuras que se movían al ritmo del segundero, que el poeta había colgado en la pared para que el comensal que quedara de espaldas a la costa tuviera al menos con qué fascinarse y consolarse. No supe, no sé ahora, cuántas de estas cosas me inventé. Lo cierto es que la primera vez que conocí la casa de un coleccionista coincidió con la primera vez que conocí la casa de un poeta.

Todo esto lo supe entonces, en el museo, pero lo pensé después. Dejé el cartel, volví al asunto capital. Hubo ante mí tantos objetos y tan maravillosos en esas horas que la vista no podía mantenerse en pie; se resbalaba por las superficies y los reflejos, de una belleza a otra, aceitada por una fiebre. Visité un jarrón enorme, me perdí en una puerta de plata trabajada como por agujas, acaricié sin que me vieran un mármol aguamarino. Y entre todos esos tesoros, de repente una piedra.

Una piedra.

Una piedra negra, oblonga, brillante.

Una lingam. Pieza ritual para la religión hinduista tántrica, que según la narración del coleccionista le había costado un infierno cruzar de frontera en sus viajes expedicionarios. Una piedra que en cierta ocasión le pidió prestada Octavio Paz y que por lo visto le devolvió. «Son creadas por la naturaleza, pues su forma se debe a que estas piedras son rodadas desde el río Indo, desde los Himalayas, hasta una ciudad llamada Kargil, de donde precisamente traje esta pieza durante un viaje que hice desde Srinagar, capital de Cachemira, a la ciudad de Leh en Ladakh». Una piedra plana, símbolo divino, pieza adorada que, dicen, se formó tras el choque de un meteorito en la fuente de un río que, dicen, es el cordón umbilical que une al planeta Tierra con el resto de la galaxia. «Representa el espacio dentro del cual el universo está en proceso de formación y disolución», sabía Rivero Lake cuando la escondió entre sus ropas para sacarla de donde estaba.

Pero esa piedra extraordinaria alguna vez fue infraordinaria, me dije. Rodante, aleatoria, invisible entre las aguas. ¿Quién fue el primero en mirar esa piedra chata entre piedras chatas, en señalarla y decir «ahí hay un tesoro», «ahí hay un misterio»?

«El fenómeno de la colección pierde su sentido cuando pierde su sujeto», escribió Walter Benjamin al desembalar su biblioteca. Yo no sabía absolutamente nada acerca de Rivero Lake, ni siquiera si estaba vivo, pero supe algo que quizás él no sabía de sí: que se trataba de un poeta. Un poeta por otros medios, pero un poeta al fin. «La poesía es un alma inaugurando una forma», cita Gaston Bachelard a Pierre-Jean Jouve en La poética del espacio, para después decir: «El alma inaugura. Es aquí potencia primera. Es dignidad humana. Incluso si la forma fuera conocida, percibida, tallada en los “lugares comunes”, era, antes de la luz poética interior, un simple objeto para el estudio. Pero el alma viene a inaugurar la forma, a habitarla, a complacerse en ella».

Neruda, el coleccionista de frente al mar, amaba locamente también a las piedras. Extravió una esmeralda suprema en Colombia (lo escribe en Las piedras del cielo), se la llevó una tormenta de mariposas y la esmeralda ascendió «hasta evadirse en el aire». Cuarzos, turquesas, zafiros, ágatas, topacios y demás flores minerales pueblan su libro, pero también están ahí las piedrecitas silvestres, las comunes y corrientes, las que se sacan los ríos de la boca: «Sólo yo acudo, a veces, / de mañana, / a esta cita con piedras resbaladas, / mojadas, cristalinas, / cenicientas, / y con las manos llenas / de incendios apagados, / de estructuras secretas, / de almendras transparentes / regreso a mi familia, / a mis deberes, / más ignorante que cuando nací, / más simple cada día, / cada piedra».

Cantó a las piedras, y con ellas también Juan Carlos Bustriazo Ortiz en ese libro pequeñito y melodioso y vallejiano: Elegías de la piedra que canta. Y cantó desmantelando las palabras, apedreando el sentido, como uno que aúlla lamentaciones por cosas demasiado grandes como para señalarlas: «[…] tu sonrisa era / una piedra arrobadora y era otra piedra mi costilla / dulcequeamarga solasola cuajada de alta pedrería eran / tus voces tan palomas eran tus manos piedras finas / guitarra tan azuladiosa eras la piedra que acaricia piedra».

Hay otro poeta entre poetas que le habla a una piedra: Héctor Viel Temperley, en Plaza Batallón 40. «De muchos lados del país levanté piedras; / costas de ríos, / desiertos, cerros.» Y después: «Las traje a casa y las dejé en el suelo, / como piedras». Lo que se ve en ese poema, a medida que progresa, es la conversión de una piedra en tesoro, la alquimia que produce la mirada del poeta.


De las ruinas de Loreto, en Misiones / traje una piedra colorada / que fue pared de hombres / hace tiempo, / y cubierta de musgo. / No la puse en el suelo. / Yo la puse más alto, por el musgo / o porque fue pared de hombres, hace tiempo. / […] Y la bajé de lo alto / por si la mucha luz le hacía daño, / la regué con la sombra de mi sueño / bajo mi cama, / le rogué con la sombra de mi cuerpo / pero se fue secando / la piedra colorada, la distinta.


Infraordinaria en las ruinas, abandonada; distinguida desde ya por el rescate, y después por una atención extraña, divinizadora, mística, que le prodiga el poeta. Así también quedan distinguidos los frentes de las casas y negocios de la rue Vilin en el libro de Perec, por esa frecuentación suya que más se parece a un peregrinaje. Es el asombro mismo del que habla el francés, que publica la primera versión de su libro casi veinte años después de que Viel Temperley en Buenos Aires llorara a su piedra sin musgo.

¿Hay algo más infraordinario que una piedra, ignorada por pisotones y ruedas, a la intemperie, bajo la lluvia, bajo el sol, en el segundo anterior a que alguien la mire y la convierta en tesoro? ¿Algo más cercano a «aquello que parece haber dejado de sorprendernos para siempre» que una piedra de nada, de nadie? Debe haber. «El verdadero fenomenólogo tiene la obligación de ser sistemáticamente modesto», insistía Bachelard. Y lo hizo antes que todos, en 1957, en ese libro donde se encarga de los rincones, del cajón, los cofres y los armarios, de las miniaturas.

Debe haber entonces.

Hay.

Hay también jabones, por ejemplo. Francis Ponge les cantó en un libro que llamó, simplemente, El jabón. Debía de conocer la indicación de modestia de su antecesor cuando diseñó el ladrillo que, revisitado en incontables modulaciones, fundaría su libro: «Hay mucho que decir a propósito del jabón. Exactamente todo lo que él cuenta de sí mismo hasta su desaparición completa, consumición del sujeto. Este es el objeto mismo que me conviene». El jabón, «una especie de piedra, pero que no se deja rodar por la naturaleza: antes que dejarse rodar unilateralmente por las aguas se desliza entre los dedos y se funde a simple vista».

Y hay más. Hay también naranjas. El también argentino Darío Cantón, solo un año después que Ponge, escribía su Corrupción de la naranja, libro al que da nombre un poema/diario en el que se observa minuciosamente cómo una fruta madura, abandonada, no se seca como la piedra de Viel Temperley, sino que se reblandece, se cubre de verdín, se repliega, hiede, se agrieta.

Hay también, y entre otras cosas, yuyos. Mario Ortiz encontró uno entre dos baldosas, pedaleando hacia su casa, y desde ese yuyo vio el universo en modo cantabile. Lo hizo en uno de sus Cuadernos de Lengua y Literatura, prodigiosos ejercicios perequianos en los que asimila con gran belleza el reclamo aquel del asombro. O de una valentía: «¿Hacer imprevisible la palabra no es un aprendizaje de la libertad?», se preguntaba Bachelard.

Escribió María Elena Walsh en uno de sus poemas para niños: «En una cajita de fósforos / se pueden guardar muchas cosas. / […] Palitos, pelusas, botones, / tachuelas, virutas de lápiz, / carozos, tapitas, papeles, / piolín, carreteles, trapitos, / hilachas, cascotes y bichos». Todo esto no interesa a nadie, hasta que interesa a un poeta.

La poesía es por definición la patria de lo infraordinario. Un país de coleccionistas secretos, tan celosos de sus chucherías como lo estarían otros de sus diamantes. ¿Y qué es lo que coleccionaba Perec cuando alineaba sus postales, cuando listaba sus alimentos? ¿Qué es eso que lo llevaba a recorrer la rue Vilin? ¿Qué es la meticulosidad, qué es el detallismo sino un plastificado? Perec toma el instante de la mirada y lo diseca como a una mariposa, escribiéndolo. Lo que pasa cada día, «lo que pasa realmente, lo que vivimos, lo demás, todo lo demás, ¿dónde está?», se preguntaba.

La religión imprevisible que fundaba con sus arengas tiene mucho de melancólica: lo que pasa cuando su método se ejecuta es que las cosas que pasan no pasan. Se quedan. Eternizadas en las palabras, se parecen también un poco a piezas de museo.

«Son las colecciones privadas las que hacen justicia a los objetos», terminaba Benjamin al ubicar el último libro de su biblioteca en el estante que le correspondía. Recolectores de menudencias, Diógenes alucinados que riegan su basural en las nubes, los poetas son los cazadores de lo infraordinario. Y antes que de las cosas, del modo en que las cosas atravesaron los instantes, la unidad de medida más modesta que puede ofrecer el tiempo.

Menos que eso no hay. Más tampoco.

Valeria Tentoni (Bahía Blanca, 1985) es escritora y periodista argentina. Entre sus libros publicados están Batalla sonora, Ajuar, Antitierra y Piedras preciosas. Es editora del blog literario de Eterna Cadencia, una librería y editorial bonaerense. También respondió nuestra entrevista sobre la lectura y sus libros predilectos.

Regresar a la página principal del blog

Anterior
Anterior

¿Por qué se escribe? Una selección de lecturas sobre el oficio literario

Siguiente
Siguiente

Nueve ideas intercambiables para el Día del Libro y el derecho a la lectura