En fin, así somos
El siguiente texto de Guillermo Núñez Jáuregui es el prólogo de la antología Nuevas instrucciones para vivir en México, (Gris Tormenta, 2019). El libro reúne textos inéditos de veinte autores contemporáneos que imaginan una nueva versión del clásico de Ibargüengoitia desde el humor y la mirada crítica.
15 junio 2020
La última vez que hubo un temblor espantoso en la Ciudad de México salí a la calle y me encontré con varias caras conocidas. Entre ellas la de Felipe Restrepo, uno de los autores aquí reunidos. Sospecho que Restrepo no recuerda ese episodio, el menos memorable de aquel día, pero yo vengo aquí a sacarlo a la luz. Es que hice algo curioso. Lo que hice ese día, a media calle, entre los gritos de la gente que corría —incluyendo los de quienes se arrancaban el pelo a mechones—, entre un intenso olor a gas, fue preguntarle: «¿Estás bien?». Suena como una pregunta normal pero bien vista; ya untándole la espesa salsa del sentido común, es una pregunta bastante idiota. Solo midiéndola con el criterio de la conversación plana y sin chiste es idiota, pero más si se formula en medio de una catástrofe.
Pero bueno, me di cuenta. Cito a Aura Penélope Córdova: «Hay cosas con las que un chilango debería reconciliarse si pretende conservar un mínimo de cordura». Al final, ¿no son cosas como estas las que nos permiten seguir viviendo? Especialmente (insistamos) en México, donde ante cualquier siniestro se defiende comer un bolillo. ¿En qué nos convierte esto? ¿En tontos? ¿En gente que prefiere reír a llorar? ¿En gente que sublima su pequeñez al darse cuenta que puede hacerse preguntas como estas? ¿O más bien es que creemos que no tenemos de otra? Sabe.
Estas interrogantes embonan con un sentimiento que aparece en varios de los textos aquí recopilados, pero sobre todo (o eso creo) con «Cuestión de perspectiva», de Tedi López Mills, a quien seguido me encuentro cuando vamos a hacer el mandado en el mercado que se pone en el parque Arboledas, cerca de Pilares. Pero digo que «nos encontramos» cuando en realidad la veo y no la saludo, porque no la conozco. No personalmente, pues. Pero creo que algo me anima a decir estas cosas porque hay algo de familiaridad o de ambiente vecinal en el espíritu que nos convoca (el de Jorge Ibargüengoitia). Al mismo tiempo, no se me escapa que esto me encaja de lleno en la definición que dio Oscar Wilde (para invocar a otro gran satírico de final funesto) del esnob: alguien que conoce a todo mundo, pero nadie conoce. Aunque, claro, exagero, porque también «ubico» a Pablo Duarte, quien también es mi vecino (el otro día lo sorprendí trabajando en un café y ¡me atreví a saludarlo!), o a Alejandro Merlín y a Xitlalitl Rodríguez, que encima, pobrecitos, son mis amigos.
Siento que me estoy yendo por las ramas. Pero ya dije, al menos, y más o menos, que Ibargüengoitia era un maestro de la sátira y que lograba hablar (y hacer interesantes) cosas que nos son familiares. Por ejemplo: el otro día volví a leer una de sus columnas, «El claxon y el hombre», donde habla de la gente que usa el claxon sin consideración, de manera que desenmascara un ethos, y donde rechaza la idea de que hablando se entiende la gente. Lo interesante aquí es que la misma tarde en que leí esa columna (que incluye esta descripción: «La señora que en vez de bajarse del coche a abrir la puerta de su casa toca el claxon un cuarto de hora para que venga la criada a abrirle») me pasó que una señora así me pitó en la cara. Y comprobé que, en efecto, hablando no se entiende la gente. Esa columna es de 1970. ¿No es triste? ¿Casi medio siglo de señoras que no pueden abrirse sus portones?
Hay un siniestro juego de dobleces en la sátira de Ibargüengoitia: él lo escribe y luego comprobamos que así es. Peor: que así ha sido desde hace cincuenta años. Y que encima, eso que habíamos visto, ahora vuelto a ver, pues está chistoso. Pero creo que debo agregar otras cosas: y es que el humor no es el único territorio que exploró «nuestro autor». Aquí estamos ante una vieja confusión, causada por un intento por aclarar las cosas. Lo que se intentó aclarar fue al autor, a su obra, pero de paso se le oscureció. Esto no es nada nuevo. Le pasó a Kafka, quien durante mucho tiempo fue visto como un autor deprimente u oscuro. Pero ahora la gente que se atrevió a leerlo se va enterando de que también fue uno muy chistoso. A Ibargüengoitia le pasó al revés.
Así pues, la naturaleza de las regiones que se encuentran en este libro solo pueden explicar sus contrastes atendiendo a la complejidad de la obra de Ibargüengoitia. Concedido: este libro hace referencia explícita a un libro póstumo que reunió sus intervenciones públicas (y la mayoría de tono semejante). Más coordenadas: las Instrucciones para vivir en México, las originales, reunían algunos de los artículos que Ibargüengoitia escribió para el Excélsior entre 1969 y 1976 (Guillermo Sheridan hizo ese trabajito, categorizando las columnas de opinión —pues eso eran— en seis secciones temáticas: algunas hablan sobre la burocracia, otras sobre la democracia en tiempos del PRI, otras sobre la clase media, etcétera). Esto ocurrió allá por 1990, cuando México todavía era chistoso y no trágico. Pero, ah, resulta que, en pleno 2019, también de lo trágico nos podemos reír.
Así, en cierta zona de este libro (digamos que en los pastizales) creo que podemos reunir a los autores que le mandan un saludo o un homenaje a Ibargüengoitia: está el de Jorge Comensal, «Monumentos para morir en México» (que, encima, se mete de lleno en uno de los géneros que Ibargüengoitia explotó, el de burlarse de los monumentos y otras celebraciones nacionales); están también los de Ana V. Clavel («Si Ibargüengoitia no hubiera muerto»), Pablo Duarte («Un textito abatelenguaypastacruda») o Eduardo de la Garma («Tunas taponas») que hacen homenajes dobles: primero mandan los saludos al más allá, a donde se nos adelantó Ibargüengoitia, pero también avisan que alguna estrategia usada por el autor (volver a ver lo ya visto) han aprendido.
También están los que no avisan y solo muestran que a casi cualquier cosa se le puede aplicar la estrategia Ibargüengoitia. Si fueran a ocupar una zona en esta geografía que me estoy sacando de la manga, serían unos miasmas: Antonio Ortuño (otro texto donde se invocan tunas) hace la fenomenología de una canción de Jorge Negrete, un poco como José Velasco hace la suya del apodo (su texto se titula «Notas para una fenomenología del sobrenombre»). Y así operan también, con distintos registros, Jazmina Barrera al observar a los bebés y los lugares donde pueden estar en paz (ninguno), Xitlalitl Rodríguez a los insultos letrados (los de Novo), Ingrid Solana a la capacidad mexicana del argüende, Julieta Díaz al buscar escuelas para su hijo, Yuri Herrera al narrar una boda improbable. Y así.
Pero ¿por qué miasmas? Pues porque se me ocurre que hacer sátira, hoy, en tiempos pos-irónicos, es un trabajo pantanoso, difícil.
Pero me estoy adelantando. Y es que hay también otras miradas, no solo la urbana (como se ve en el texto de Alejandro Merlín) ni únicamente la mexicana. Estas miradas ya no sé dónde ubicarlas, porque más que una zona es un tipo de actitud que se enfrenta a otra. La urbana contra la paisana, ya se dijo, pero también la del extranjero. Y aquí ya estoy conjurando una magia negra: la de la idiosincrasia mexicana. ¿Existe? Si uno lee demasiado a Ibargüengoitia, como lo hice alguna vez, la verdad es que sí: de pronto se nos aparece, como un espectro, lo mexicano. Empezamos a hablar de la bola, de la familiona, de la plebe, de comer tacos de pie o echarse unos chocorroles. Es muy sencillo invocar «al mexicano». Pero creo que ese espectro nacionalista no se delinea tan claramente como cuando lo ven de fuera. Están allí, si no, las miradas de Restrepo, a quien ya mencioné, que le da un vistazo tragicómico a la kafkiana realidad mexicana, o la de Andrés Burgos, como puede leerse en «México para el sudamericano», quien muestra que en estas latitudes hasta se puede complicar pedir huevos en la tiendita, o la de Antonio Ruiz-Camacho, que recuerda desde Texas el campo de juego de su infancia.También aquí debo incluir el texto de Mempo Giardinelli, que en última instancia destila lo que hay detrás del esfuerzo por ver lo que ocurre en México: y es que solo las caras feas, como la de nuestro país, pueden verse y tolerarse si de paso encontramos en ellas algo entrañable. Si no, ¿cómo explicar el cariño que le tenemos aun a nuestros primos que tienen pelo de elote?
Mencioné ya que hubo un tiempo en que leí, insistentemente, a Jorge Ibargüengoitia. Luego, como si estuviera harto, dejé de hacerlo. Pero no me hartó por lo que él escribió, sino porque de pronto noté que se le imitaba por todos lados. Y no solo operaba esa extraña réplica en la realidad (si en una de sus columnas, por ejemplo, leemos que la gente mexicana se comporta en el transporte público como si estuviera en su casa, no vamos a tardar en descubrir que el señor de a lado, en el camión, se está cortando las uñas). No: también me encontraba a sus imitadores, que son legión. Jorge Ibargüengoitia no inventó la columna de opinión mexicana, pero parece que sí. Si uno se asoma a cualquier periódico, pero ya no digamos periódico, a cualquier red social, vamos a encontrar a escritores y plumíferos intentando hacerse los chistosos, forzando las oraciones redondas, casi axiomáticas, con sus sociologías apresuradas por las fechas de cierre. ¡Es muy difícil no querer ser chistoso! Especialmente cuando se tiene poco tiempo. ¿Es signo de nuestra época que no puedan darnos una mala noticia si no va acompañada de un juego de palabras?
Uno se termina hartando y comete errores como dejar de leer a sus escritores favoritos. Uno quiere curarse en salud, empezar a leer teoría y volverse una persona seria. Pero, claro, no es culpa de Ibargüengoitia que se le imite mal. Es culpa, más bien, del ecosistema actual de la prensa. Me imagino que hubo un momento en que la columna de opinión de un escritor importante llegaba a refrescar la mancha gris de los periódicos. Pero los tiempos han cambiado: los escritores ya no parecen ser importantes, las noticias se comparten en imágenes y las columnas de opinión solo defienden lo bueno y se oponen a lo malo. Aquí debo insistir en algo. El lector notará, ya sea en el texto de Tedi López Mills o en el de Daniela Tarazona («La alegría de vivir en México»), una tensión inquietante: ¿reír o llorar? No es una pregunta sencilla porque detrás de ella se encuentra una sospecha, y es que el humor tiene un límite. O al menos, a veces, parece tenerlo. Creo que todo mundo sabe que existen psicópatas a los que esto no les parece así, y que no pierden la oportunidad de intentar hacer reír a la gente aun en los funerales: a esta gente la conocemos como cómicos. Pero Jorge Ibargüengoitia no fue un cómico, sino un escritor satírico. Hay una diferencia. Es de grado. Y es importante.
Si uno revisa, por ejemplo, su columna «Estallido de violencia», subtitulada «Los vericuetos del diálogo», veremos que se publicó cinco días después del halconazo (15 de junio de 1971). Se trata de un texto que está a la altura de satíricos clásicos como el vienés Karl Kraus. En ella se nota una ética que reconoce el momento para darle la palabra al hecho y para saber cuándo retirársela; que atina, también, a mostrar cuando la prensa no es capaz de dar con las palabras para describir el hecho; y eso apenas citándola. Esa columna inicia así: «Ha habido mucha confusión —declaró a los periodistas el comandante Alfonso Guarro, de los Servicios Especiales, antes de subir en su automóvil y avanzar, pistola en mano y con la portezuela a medio abrir, hacia Tacuba. Esto, huelga decir, ocurrió el Jueves de Corpus».
Un cómico se hubiera demorado, demasiado (y demasiado hubiera sido cualquier momento), en el apellido del comandante: Guarro. Pero Ibargüengoitia se limita a describir los hechos. Utiliza frases declarativas, cortas y sin florituras. Así nos enteramos de que el comandante Guarro (de los «Servicios Especiales») da declaraciones a la prensa con pistola en mano. ¿No es suficiente eso? Tal vez no: de allí que Ibargüengoitia se permitiera, también, señalar cuándo ocurrió. Y encima, exigiéndonos, apunta que eso «huelga decir». Creo que aquí se aprecian las habilidades desarrolladas por Ibargüengoitia para describir una escena. Están los personajes (los periodistas, con sus libretitas; el comandante, con su pistola), está la acción (un comandante que se retira como no queriendo implicarse) y también está un elemento de extrañamiento, huelga decir.
Las capacidades de Ibargüengoitia solo tienen un problema, sus lectores. Hay una confianza, o una apuesta, en su escritura: está dirigida a quienes pueden interpretarla. A veces basta entrecomillar una declaración para que caiga por su propio peso. Pero, claro, en México es común que entendió el que entendió. Tal vez esa sea una de las razones por las que, a la sombra de este escritor guanajuatense, algunos se atrevan a escribir catálogos (como lo hace Ximena Sánchez en este volumen, a la altura de ciertas circunstancias).
Corren tiempos interesantes: a veces basta con nombrar algo, como si fuera un acto de magia, para invocar su naturaleza risible, para hacer una crítica, para diagnosticarlo. Y aquí vuelve una tensión. Ya no se trata de una disyuntiva entre reír o llorar: todos, obviamente, preferimos reír. Pero ¿basta con reír para solucionar algo? Confiamos en la cura del habla, en que el intelecto puede ser suficiente para solucionar algunos problemas, o para desenmascararlos. Es la única razón por la que algunos se atreven a escribir. Pero ya se sabe: ante el pensamiento a veces no queda más que suspirar.
Y aquí suspiro y me pregunto: ¿cómo rendirle homenaje a un hombre que se dedicó a la sátira? Peor dicho: ¿cómo rendirle honores a un tipo que odiaba los monumentos? En las siguientes páginas, y ya adelanté algunas, el lector encontrará distintas respuestas. Lo cierto es que basta volver a mirar lo que tenemos a un lado, la realidad de México (aunque cualquier provincia de la mente bastaría), para que nos encontremos con la necesidad de ponerlo de cabeza, entrecomillándolo.
Ah, las malas noticias: la necesidad no implica nada. Uno puede tener sed y no encontrar agua.
Ya no los canso más. Me despido con un sueño que tuve, pero lamento informar que es de carácter ominoso. Ahí va. El otro día soñé con Jorge Ibargüengoitia. Bueno, yo digo que era él, pero en el sueño no se parecía en nada al señor de las fotos (la papada, el ojo como de hipertenso); era más como un enanito, de corte fantástico, con su gorrito y todo. Pero el caso es que era Ibargüengoitia y estaba en un estrado contando chistes. Y todo esto, y aquí se pone rara la cosa, ocurría al interior de un submarino, que descendía y descendía por fosas insondables. Pero en algún momento este enanito, que contaba chistes, se ponía a contar uno muy bueno: «¡El submarino se está inundando! —nos gritaba—. ¡Todos a sus puestos, sálvese quien pueda!», y todos nos reíamos y no podíamos parar de reír. Y así hasta que el agua también entraba al salón en el que estábamos reunidos.
Qué raro, ¿no?
Guillermo Núñez Jáuregui (Ciudad de México, 1982) es filósofo, escritor y librero en La Murciélaga. Ha publicado el libro de ensayos Del aburrimiento surgen los impulsos correctos. También colabora en medios culturales como La Tempestad, Tierra Adentro, Revista de la Universidad de México y Letras Libres.
Nuevas instrucciones para vivir en México es parte de la colección Disertaciones, de Gris Tormenta, antologías alrededor de un tema debatido por un grupo heterogéneo de voces o alrededor de una pregunta que sugiere una disertación colectiva. Conoce más sobre sus títulos aquí.
Escriben: Jazmina Barrera, Andrés Burgos, Ana V. Clavel, Jorge Comensal, Aura Penélope Córdova, Eduardo de la Garma, Julieta Díaz Barrón, Pablo Duarte, Mempo Giardinelli, Yuri Herrera, Tedi López Mills, Alejandro Merlín, Antonio Ortuño, Felipe Restrepo Pombo, Xitlalitl Rodríguez Mendoza, Antonio Ruiz-Camacho, Ximena Sánchez Echenique, Ingrid Solana, Daniela Tarazona y José Manuel Velasco.