La cultura de la sanación
Ensayo de Louise Glück, Premio Nobel de Literatura 2020. Escrito en 1999 y publicado en el libro American Originality. Essays on Poetry.
13 enero 2021
En relación con la potencia reparadora del arte, debe hacerse una distinción entre la experiencia del lector y la experiencia del escritor. Para el lector, una obra de arte puede constituir una especie de mantra: al dar forma a la devastación, el poema rescata al lector de una oscuridad sin forma o sentido; es una isla en caída libre; se convierte en su compañero de duelo, su salvador, una prueba de que el sufrimiento puede de alguna manera otorgar sentido.
Pero la relación del poeta con su composición me parece otra.
Vivimos en una cultura casi fascista en su imposición del optimismo. Una gran vergüenza se asocia a la idea y al espectáculo de la adversidad: el incentivo para suprimir o negar o truncar la adversidad se manifiesta en dos extremos: el culto a la salud perfecta (tanto física como psicológica) y, en el lado opuesto, lo que podría llamarse una pornografía de cicatrices, el torrente en apariencia interminable de memorias y poemas y novelas que se originan en la suposición de que la exhibición del sufrimiento debe producir arte auténtico y potente. Pero si el sufrimiento es tan difícil, ¿por qué su expresión debería ser sencilla? El trauma y la pérdida no son, en sí mismos, arte: son como la mitad de una metáfora. De hecho, el tipo de obra a la que me refiero —sin importar qué tan cierto sea su origen personal— está marcada por una especie de avidez preventiva. Parece demasiado dispuesta a ocupar los extremos más dramáticos; demasiado dispuesta a negar la pérdida como continuidad, como hecho inalterable. Propone más bien una narrativa de triunfo personal, una narrativa colmada de indicadores como «crecimiento» y «sanación» y «autorrealización», y culmina en la declaración, incondicional o exhaustiva, de la plenitud del alma, como si la pérdida fuera meramente un catalizador de la superación personal. Pero así como el poder de la pérdida es minimizado o negado, también el orador llega a parecer totalmente fabricado, inhumano.
Mi propia experiencia de sufrimiento agudo, ya sea en la vida o en el trabajo, es que durante dichos periodos no hago casi nada excepto tratar de mantenerme con vida, siendo la premisa que si me mantengo con vida al menos estaré presente en caso de que algo cambie. No tengo sentido de mí misma como para tratar de lograr un cambio. Ni tampoco creo que la peculiar resiliencia del artista sea una función de la potencia reparadora del arte. La experiencia que el artista tiene de su propia obra alterna el pánico con la gratitud. Lo que es constante, lo que me parece que es la fuente de la resiliencia (o la fortaleza), es una capacidad de absorción intensa, motivada. Dicha absorción produce una especie de entreacto del yo; se deriva, en el artista, de una profunda creencia en la importancia del arte (aunque no necesariamente su propio arte, excepto ante la presencia de su creación). A intervalos a lo largo de su vida, el artista es substraido de esa vida por la concentración; por un tiempo vive en una suspensión que es también una búsqueda, un respiro que es también tensión aguda. Su creencia en el arte, y su dedicación al arte, al sueño de la articulación, lo proyectan constantemente hacia el futuro —el momento hipotético en que la oscuridad total adquiere límites y forma. Por la nostalgia, substituye el terror y el hambre; por el ideal de la restauración sustituye un ideal de descubrimiento. Para este fin, el artista, como el analista, cultiva un disciplinado rechazo del autoengaño, que es menos una posición moral que un acto pragmático, pues la única ventaja posible del sufrimiento es que puede ofrecer introspección.
El gran escritor de crímenes Ross Macdonald dice que él, «como muchos escritores [...] no podía trabajar directamente con [sus] propias experiencias o sentimientos». Para Macdonald, un narrador «tenía que interponerse, como una protección de plomo, entre [él mismo] y el material radioactivo». Para el poeta, el tiempo es suficiente, ya que presenta una perspectiva alterada. Pero aquellas obras de arte que pueden remontarse directamente a eventos específicos —sin importar cuánto tiempo después del hecho hayan sido creadas— involucran al artista en una relación particular con estos eventos. El poema es una venganza por la pérdida, que ha sido forzada a someterse a una nueva forma, una cosa que no existía en el mundo antes. La pérdida misma deviene, entonces, tanto adición como substracción: sin ella, no habría existido este poema, esta novela, esta obra en piedra. Y un extraño sentimiento de traición del pasado puede sobrevenir al volverse ambigua la pérdida absoluta, el mutilador el benefactor. No me parece que una compleja duplicidad de funciones como esa haya reparado algo. Y el agente de transformación, en cualquier caso, es el tiempo, que no puede ser forzado o acelerado.
Los extractos que compartimos tienen como única finalidad la divulgación literaria y artística. Los derechos sobre estas obras corresponden a su autor o titular. Traducción de Jacobo Zanella.