¿Cómo y por qué se recuerda a un editor literario?
Los editores nunca han sido del todo personajes públicos. Su importancia, en parte, reside justamente en esa invisibilidad. ¿Por qué escribir sobre ellos?
11 enero 2021
Se escribe de los editores (cuando se escribe) generalmente hasta después de su muerte. Tampoco inmediatamente después (excepto en prensa, claro), sino luego de unos años, en retrospectiva, y siempre en tonos más bien breves o modestos. Los editores nunca han sido del todo personajes públicos; si acaso son conocidos en los círculos literarios, siempre cerrados y pequeños. Su importancia, en parte, ha radicado justamente en esa invisibilidad. ¿Por qué alguien tendría que enterarse de la vida del tutor, del entrenador, del profesor o del editor si tiene acceso al artista, al atleta, al pensador o al autor? Su figura es naturalmente secundaria. No puede haber dos personas ocupando el mismo sitio: el libro que llega al público no puede estar firmado por más de una persona.
Pero aun así, a veces se escribe sobre los editores, se reflexiona sobre su labor y trayectoria, casi siempre a través de remembranzas de sus autores o de una biografía breve (y autobiografías, en algunos casos). El personaje generalmente habrá muerto en sus años de vejez, por lo que aquellas épocas que se recuerdan con mayor intensidad, sus mejores años, han quedado treinta, cincuenta años atrás, cuando los libros se hacían distinto, se editaban y se leían y se vendían de otras maneras. Leemos, pues, eso: memorias de una época pasada; de una manera de trabajar y de practicar un oficio que no existe más.
¿Por qué se escribe entonces sobre los editores; por qué se hacen esos ejercicios de mirar hacia el pasado y para qué? Porque existe, a veces, una necesidad personal, o de amistad, de hacer esos libros para decir algo, dejar por escrito una experiencia —el anecdotario, las páginas de alabanza, sin duda un poco de nostalgia, hasta humor de vez en cuando. Textos que muchas veces terminan siendo curiosidades del pasado.
Claudio López Lamadrid murió en 2019, a los 59 años, en el cénit de su profesión. Y se ha escrito sobre él en 2020; sobre lo que está pasando hoy. Cuando leemos ese libro, leemos a la vez sobre nosotros, en el ahora, no sobre alguien que fue contemporáneo de nuestros padres o abuelos. Esto cambia todo: hay perspectiva, pero no retrospectiva. Hay urgencia y crítica en las palabras porque se están refiriendo también al momento en que las leemos. La escritura presenta por ello una excepción: no sigue la forma que generalmente se usa para hablar de los editores, como ya se ha dicho, teñida por la época lejana, histórica o anacrónica.
Una vocación de editor, el libro que ha escrito Ignacio Echevarría, da cuenta de algo y de alguien que sigue habitando nuestras discusiones y dudas; de ideas y conceptos que seguimos ensayando. Esa característica del texto, de la que no fuimos conscientes (como editorial) sino hasta después de haber leído el primer manuscrito, ahora creo que podría ser quizá su elemento más atractivo: parece un texto fijo, y lo es en algunos sentidos, pero es también un libro que sigue buscando, discutiendo, enfrentando; que ofrece lecturas y voces; que propone una definición panorámica, en construcción —contemporánea, futura tal vez—, de la edición y el editor, de lo que pierde y gana con el tiempo y el espacio. La imprenta ha fijado las palabras, pero las ideas se mueven en pequeños remolinos en todas sus páginas.
Me parece importante enumerar estas características y notar estas distinciones porque en Gris Tormenta nos interesa más el pensamiento que la anécdota, más el ensayo y la mirada crítica que la remembranza complaciente de los temas que hemos decidido explorar en el catálogo. En el caso específico de Claudio López Lamadrid, no nos interesaba tanto un texto homenaje a una vida dedicada al libro, sino las ideas con las que trabajó y que se pueden seguir discutiendo hoy, a través de este libro —o a través de otros medios, como las entrevistas que dio y los libros que editó. Es un ejercicio de contraste también: ¿qué habría hecho distinto otro editor —o el lector mismo— de haber ocupado el lugar de López Lamadrid?
Fue además un editor que se vio involucrado en todos los procesos del libro, como ya lo menciona Echevarría en su narración: desde aquellos de naturaleza más bien mecánica (almacén, formación manual de originales, etcétera) hasta las decisiones directivas y comerciales de un enorme grupo editorial, impactando a un gran número de países. No es nada común que un editor, ahora, tenga experiencia real en el espectro completo de las profesiones completas e independientes que un mismo editor puede realizar (y que aplican tanto para una casa pequeña o para un gran corporativo): leer manuscritos, dictaminarlos, descubrir autores en distintas lenguas, traducir, comisionar traducciones o textos, revisarlos, editarlos; cuidar los procesos de preproducción e imprenta; imaginar colecciones, catálogos, verlos crecer; tejer una red internacional de autores, negociar derechos, establecer relaciones duraderas con todos los involucrados en el proceso (escritores, agentes, otros editores, críticos y traductores en varios países); planear y llevar a cabo las actividades de mercadotecnia, relaciones públicas y difusión de los libros, tener presencia constante en redes virtuales; y, por supuesto, leer todo el tiempo, estar al tanto de lo que se está escribiendo en el mundo, así como revalorar los clásicos personales —el criterio literario—, siempre bajo una nueva luz.
La colección Editor inventa un espacio en donde esas premisas y supuestos se hacen posibles: es importante pensar y escribir sobre los oficios del pensamiento sin la obstrucción del sentimiento (nos preguntamos, más bien, por qué no se hace más a menudo). Si reconocemos las distintas labores que han construido la figura de Claudio como un modelo de editor contemporáneo, podemos también reconocerlo como el editor que —siendo antena de su generación— prescribió, observó y se convirtió, así, en oyente de distintas voces, para tratar de editar el pensamiento, presente y pasado, a través de esa lectura, de esa escucha.
Jacobo Zanella
Una vocación de editor, de Ignacio Echevarría. Un acercamiento personal a la figura y la labor editorial de Claudio López Lamadrid, lector y prescriptor entre dos siglos. Prólogo de Emiliano Monge. 136 páginas, septiembre 2020. Lee un adelanto aquí.