El editor, la edición y la distribución de la literatura en español
A propósito de la publicación de Una vocación de editor, de Ignacio Echevarría, Gris Tormenta responde a una entrevista de Manel Manchón para Crónica Global. El libro es un acercamiento personal a la figura y la labor editorial de Claudio López Lamadrid como lector y prescriptor.
4 agosto 2021
Una editorial mexicana fundada en 2017 y centrada en el pensamiento literario. ¿Qué hueco puede cubrir Gris Tormenta en ese gran océano que es el mundo literario hispanohablante?
Nos interesa el papel del escritor como pensador, algo que no suele contemplarse muy a menudo, y creo que es en ese espacio en donde intenta vivir nuestra propuesta editorial. Cuando hablo del escritor como pensador no me refiero necesariamente al ensayo (aunque Gris Tormenta publica solo ensayo y memoria). En la ficción o en la poesía también hay pensamiento, más complejo que el que hay en los géneros de no ficción, solo que se expresa con otras formas, con otro tipo de lenguaje. Nos parece que al interesarnos por ese tipo de pensamiento literario estamos ya ensayando un camino editorial y un catálogo ligeramente distinto. El mundo literario hispanohablante en el continente americano se ha asociado tradicionalmente con el cuento, el folklore, las formas líricas breves como la poesía. Quizá la asociación tiene que ver con las dinámicas sociales en la región, pero creo que cada vez es menos el caso. Gris Tormenta está en el otro extremo de esa línea de pensamiento.
Por otro lado, exploramos el libro como forma, como concepto y como la representación más destilada de ese pensamiento literario. ¿Cómo es y cómo puede ser el libro? El libro, en su materialidad, cuenta una historia también, independiente de la historia que cuentan sus páginas. ¿Qué posibilidades tenemos al editarlo; qué podemos proponer más allá de los textos? Exploramos esos caminos y nos gusta mucho hacerlo. El antes, durante y después del libro. Sus procesos y potencialidades de lectura. La editorial como autor.
Su editorial ha publicado Una vocación de editor, sobre la figura de López Lamadrid. ¿Qué ha representado —a su juicio— su figura? ¿Y por qué se decidió publicar ese libro y encargarlo a Ignacio Echevarría?
Ponemos especial atención en la construcción de colecciones Editoriales, y una de nuestras colecciones lleva el nombre de Editor, un poco por explorar la curiosidad de un editor —todo lo que pasa antes de que un libro sea abierto por un lector—, pero contado como historia, de ninguna manera técnica ni demasiado anecdótica. Un punto medio, desde donde también se pueda ejercer algo de crítica. Y es en esa colección donde nos parecía que debía haber un libro sobre Claudio López Lamadrid; un libro que podría hablarle directamente a los lectores de la colección. Un libro no biográfico, sino de ideas y debate de actualidad sobre la edición.
Creemos que la figura de Claudio representa el momento de ruptura que vivimos: la división entre los grandes consorcios editoriales que publican cientos de títulos al año y las casas pequeñas que publican apenas unos cuantos y en tiradas muy modestas. Claudio estaba ahí, entre esos dos momentos. Entre la literatura y la máquina industrial, por así decirlo. Exploró los dos terrenos, ampliamente, y además era también un editor del siglo XX, con todas sus formas y tradiciones, que usaba técnicas del XXI. O viceversa. Aunque no lo conocimos, era un personaje complejo, que representa muy bien la edición como palabra, en todas sus acepciones. Ahora que se puede publicar en democracia, sin necesidad de editores, el trabajo editorial profundo hace más falta que nunca. Entender esas complejidades es uno de los caminos hacia el criterio, el valor más importante y escaso en la edición contemporánea, y todo eso lo representa muy bien la figura Claudio.
Naturalmente, debatimos mucho sobre a quién invitar a escribir el libro, sabiendo que podían decirnos que no. De una lista de diez o doce nombres que aparecieron rápidamente, nos quedamos con tres o cuatro, y al final, después de mucho ponderarlo, nos decidimos por Ignacio Echevarría. Como dije, no buscábamos una biografía ni un anecdotario ni un texto demasiado teórico. Ignacio y Claudio fueron amigos, y la voz de Ignacio nos parecía, quizá por eso, la que más se acercaba a lo que nos imaginábamos. Estamos sumamente contentos y agradecidos de que haya dicho que sí, porque el libro es mejor de lo que pudimos haber previsto. Nos gustó mucho algo que dijo Gonzalo Torné después de leerlo, porque creo que lo «clasifica» muy bien: «Quién consiga encerrar a Ignacio Echevarría a escribir unos “Escenarios de la memoria” (del que este libro podría ser un capítulo) será un héroe de nuestro tiempo». Y es verdad: creo que Ignacio es uno de esos autores que hacen falta.
El editor, en estos momentos, pese al mayor esfuerzo por parte de lectores y medios de comunicación, ¿sigue siendo el gran desconocido?
Quizá. Pero creo que la pregunta ha cambiado, junto con el papel del editor. Todas las profesiones que se encontraban en un «backstage», en cualquier actividad, poco a poco han ido apareciendo al frente. Es un fenómeno de nuestro tiempo, no solo hablar del qué, también del cómo —o sobre todo del cómo. En ese sentido, el editor no es más ese personaje encerrado o bohemio que algunos imaginan, trabajando con manuscritos bajo la luz de una lámpara. El editor, el autor, el lector, el traductor, el librero, todos son convocados a una especie de reconocimiento público por sus labores, tanto en prensa tradicional como en medios electrónicos, que parecen dominar la conversación. Hay una desjerarquización del proceso. En Gris Tormenta somos dos editores, y tratamos de mantenernos lo más al margen posible, pero no siempre se puede. Lo que sí creemos es que la editorial puede tener una voz de autor, sobre todo en una propuesta como la nuestra, en que los libros siempre son de dos escritores o más, siempre hay diversidad.
Una de las cuestiones que defiende Echevarría es que ha desaparecido la comunidad lectora, entendida como un grupo homogéneo que se puede mover en una dirección concreta a partir de prescripciones de esos editores. Es decir, que el trabajo de un editor es mucho más complicado. Ya no puede dirigir en función de sus elecciones, de sus criterios. ¿Qué margen le queda?
Si un editor (o, me gustaría decir mejor, una editorial) logra demostrar aciertos en su catálogo, a través de su congruencia y su criterio, creo que ha dado el primer paso en la dirección correcta para comenzar a formar una comunidad lectora. Pero es un proceso muy lento. Hoy el editor (y el autor) puede decidir cubrir las tendencias y publicar libros o formas que van a tener una respuesta inmediata. Este editor le está apostando más al corto plazo, al momento actual. Pero si dentro del plan del editor no están esas modas, entonces pasa lo que dice Echevarría: el criterio ya no es suficiente para forjar una comunidad lectora, o al menos no de inmediato. Es decir, el editor tiene que preguntarse si su prioridad es vender libros o propiciar una evasión, una mirada literaria inesperada. Y eso no es fácil, pues el lector se ha vuelto también impaciente, acostumbrado al ritmo de las pantallas. También se ha multiplicado el número de editores, la oferta, las posibilidades de compra: ahí hay una complicación, una dificultad: ese exceso podría banalizar el libro, y sin duda el acto de lectura.
Una cuestión principal de Claudio López Lamadrid fue su interés por constituir una gran comunidad hispanohablante, con escritores de toda América que pudieran conocerse por parte de una gran comunidad de lectores en español. ¿Cómo funciona esa relación —un escritor peruano, argentino o mexicano debe conocerse en España para, posteriormente, tener éxito en Colombia, Chile o Venezuela?
Hoy, por fortuna, hay una diversificación en la producción del libro y su lectura. Y la distribución digital de los textos ha ayudado también. Que los escritores deban conocerse en España para después tener éxito en otros países latinos creo que no es más el caso. Hay muchos ejemplos de esto, y son contundentes. Quiero pensar que Claudio jugaba más bien con una especie de misión estética o política: abrir los ojos de España a las palabras de América, al español de América —que es el 95% del español—, y no al revés.
¿Será México ese gran centro editorial en pocos años o mantendrá ese papel España —y, en concreto, Barcelona?
Imposible decirlo, pero creo que el mundo tiende a una menor centralización de la producción escrita y, por el contrario, a una proliferación de centros de menor escala, cada vez mejor conectados el uno con el otro, con jerarquías más horizontales. ¿Quién podría decir si esta tendencia continuará a largo plazo? Por otro lado, la producción artística más seria existe en correlación con la producción económica, y ahí no se vislumbra un cambio radical en el futuro próximo, al contrario, hay señales de desigualdad en aumento —la desigualdad en correlación directa con la proliferación de la cultura capitalista más agresiva.
Otra de las cuestiones que Echevarría destaca —y así lo hizo en la presentación del libro en Barcelona— es que quizá se cometió el error de pensar que los autores en español por fuerza pueden lograr la complicidad de toda Latinoamérica, con el ejemplo de Juan Marsé, que se refería a cuestiones que exigían una conexión muy local, con la Barcelona de la postguerra. ¿Tiene razón?
Cuanto más literario sea un texto, más universal se vuelve, más trasciende su tiempo y espacio. Hoy seguimos leyendo a Homero —que escribe sobre guerras lejanas, sobre localidades y personajes muy específicos—, pero no porque nos interesen los detalles militares, sino porque el lector sigue hallando en esos textos una voz cercana, una exposición de dilemas con los que nos seguimos encontrando hoy. O el caso de Juan Rulfo: se lee en Rusia, en Japón, y transmite eso que solo el arte puede transmitir: una mirada, extraña, quizá, pero una mirada humana. Y se seguirá leyendo en los siglos venideros. Naturalmente no todos los autores pueden escribir con esa calidad atemporal en la voz. Hay escritores que están destinados a su localidad, a su momento, y esa lectura también puede disfrutarse mucho. En definitiva, los libros no se leerán automáticamente en los veinte países de la comunidad solo por estar escritos en español.
¿Qué debe hacer España para conectar más y mejor con países como México —o qué deben hacer los países hispanoblantes para conectarse mejor entre ellos?
Las distancias son enormes, la geografía es muy vasta entre nuestros países y la idiosincrasia también es demasiado peculiar. Para un español es mucho más fácil conseguir un libro de cualquier país europeo que uno de Colombia, por ejemplo, con quien comparte la lengua. O para un mexicano a veces es más fácil conseguir un libro publicado por una editorial latinoamericana en una librería de Estados Unidos, por absurdo que parezca. Lo que hasta ahora ha funcionado bien es la impresión remota de algunos títulos, pues bajan los costos y la calidad permanece casi igual.
En una conexión del Clubhouse, un grupo de venezolanos hablaban sobre el desarraigo y la idea del fracaso cuando se afronta una emigración que comporta la vuelta al país de origen. Entre ellos hablaban sobre la conexión que, al final, se establece entre «primos», entre argentinos, venezolanos, mexicanos, chilenos o españoles. ¿Somos conscientes de ese poder o no estamos haciendo bien las cosas para que esa comunidad tenga el papel que le corresponde?
No es un poder natural ni obvio. Si no se viaja más allá de las fronteras, es un poder inaccesible. Hay mucha ignorancia y desconocimiento del otro, aunque las similitudes lingüísticas y fisionómicas sean notables. Esa conexión entre países, a través de la lengua, no puede entenderse en la teoría, tiene que vivirse y sentirse, y el momento en que la descubres —cuando te das cuenta que no tienes que hacer nada para ser parte de esa comunidad— es muy fuerte. Marca un antes y un después. Se abre una visión casi infinita. Esa visión la tenía Claudio, y creo que la disfrutaba mucho, porque es realmente un lujo. Pero no puede vivirse desde la comodidad de casa, no es una epifanía que un día te llega. Es una perspectiva que da la errancia.
¿Hay un López Lamadrid en la comunidad hispana que tome el relevo?
El esfuerzo que Claudio realizó por conectar autores y regiones fue muy importante, no creemos que en estos momentos alguien lo esté haciendo a esa escala, pero además, como decíamos antes, más que el gran editor de la comunidad hispana, vamos encontrando editores que destacan en su ámbito regional, y que con su catálogo y autores van teniendo mayor influencia y abriéndose paso en el vasto océano editorial.
Y volvemos al principio: ¿en qué medida editoriales más pequeñas pueden ser prescriptoras, volver al éxito de los Herralde, o del propio Lamadrid, o de los Calasso? ¿O eso fue fruto de una época muy concreta, una excepción, que ha dado paso a los grandes gigantes de la edición?
Los tiempos de Herralde y Calasso no son los mismos de ahora. Las posibilidades que ellos tuvieron y las de nuestra época son muy distintas, por varias razones: los avances tecnológicos, el cambio en los medios de comunicación, la llegada del Internet, la situación económica de ese tiempo y la que vivimos ahora, en fin, que esas figuras, como estábamos acostumbrados a verlas, tal vez no se volverán a repetir. Pero además, esa visión se identifica también con imágenes del capitalismo exacerbado: la fama, la fortuna, los best-sellers. Creo que una buena parte del sector editorial no estamos de acuerdo con que esa sea la única manera de medir la valía.
En Una vocación de editor, el editor —invisible por tradición— se convierte en protagonista para observarse a sí mismo y descubrir los engranajes de su oficio. Ignacio Echevarría retrata de cuerpo completo a su amigo y colega, Claudio López Lamadrid, quien fuera uno de los editores más importantes de la literatura en español.