Un gesto del tiempo
El siguiente texto de Kathryn Yusoff es el prólogo a la antología ‘Un gesto del tiempo’ (Gris Tormenta, 2024), en donde diez autores del mundo ponderan el concepto de la escritura a partir de provocaciones sobre la geología y la génesis del lenguaje.
8 enero 2025
Una línea se traza… en la oscuridad, sobre la pared de una cueva, en los pliegues de la tierra, en la noche de la prehistoria. Los animales son pintados con los huesos molidos de otros animales. Las ofrendas ardientes de grasa animal extraen de la oscuridad imágenes de animales, emergen como ilusiones ópticas y luego desaparecen; íntegramente representadas, cobran vida en su presencia para luego deslizarse en la oscuridad animal tan pronto como han surgido. La luz es el lector. El tiempo, como la luz, es lo que se traza. Las líneas se hacen escupiendo, esculpiendo, extendiendo, frotando, tocando, pintando. El pigmento se mezcla y se regurgita, se aplica con la lengua en las caras y en los pliegues de la roca que ofrece, sugestiva, su superficie.
La respuesta del Cro-Magnon al ¿dónde estamos? —la primera pregunta, la perenne pregunta humana— era distinta a la nuestra. Los nómadas eran conscientes de ser una minoría entre una población animal que los superaba abrumadoramente. No habían surgido en un planeta, sino que habían nacido en el seno de la vida animal. No eran ellos quienes guardaban y poseían a los animales: los animales eran los dueños del mundo y del universo ilimitado que se extendía a su alrededor. Detrás de cada nuevo horizonte había más animales. Y al mismo tiempo eran distintos de los animales. Podían hacer fuego, y por consiguiente tener luz en la oscuridad.¹
Los animales se recuerdan en la molienda de los huesos que alguna vez fueron su esqueleto. La geología de la vida se recuerda en los materiales no humanos que constituyen el pigmento que pinta sus costados y que adquiere, momentáneamente, otro tipo de vida. Como sugiere Anne Michaels, el animal ya está en la pintura antes de ser pintado: «Fabricábamos nuestras pinturas con los huesos de los animales que solíamos pintar. Ninguna imagen olvida su origen».² A esta mezcla de feldespato (silicatos de aluminio de potasio, sodio o calcio), hematita (óxido de hierro: rojo), limonita (óxido de hierro: amarillo), carbón vegetal (negro) o dióxido de manganeso (marrón negruzco) se añaden saliva y sangre, de la boca a la mano a la roca, con el fuego de la grasa animal alumbrando cuerpos de animales en la superficie oculta de la tierra. El tiempo, como la luz, es lo que se traza a través de lo geológico. Una fuerza es extraída de la oscuridad de la prehistoria para presuponer un futuro. A ese futuro es al que se le ofrece la obra de arte como un gesto del tiempo. Se intercambia energía a través de esa danza de exuberancia animal y del secreto de lo subterráneo. Se crea algo privado y posible que emergerá al mundo para dar una nueva dimensión de pensamiento en una época geológica distinta a la nuestra.
John Berger dijo que las pinturas rupestres de Chauvet se hicieron para existir en la oscuridad, a fin de que aquello que representaban pudiera trascender todo lo que había en la superficie.³ Dice:
Cada línea está tensada como una cuerda firme, y el dibujo tiene una doble energía perfectamente compartida. La energía del animal que se hace presente y la energía del brazo y del ojo de quien lo dibuja a la luz de una antorcha. Estas pinturas rupestres se hicieron ahí para que pudieran existir en la oscuridad. Estaban hechas para la oscuridad. Estaban ocultas en la oscuridad de modo que aquello que representaban trascendiera todo lo visible y prometiera, tal vez, la supervivencia.⁴
Los secretos de estos oscuros lugares subterráneos se dieron a conocer en 1940, justo cuando todo lo visible en la superficie se encontraba cubierto de oscuridad, iluminado solo por los estallidos del campo de destrucción. Es en ese paisaje fracturado que aparece un regalo de enorme riqueza para sugerir que el potencial del universo es otro. Esas grutas, con sus pinturas prehistóricas, tienen la forma de una cavidad: una cavidad en el tiempo y en la imaginación de la ontología del tiempo. Una cavidad que encierra la posibilidad de supervivencia frente a los estragos de todo lo que invade y condiciona la superficie. En el caso de las pinturas rupestres de Lascaux, es una cavidad en la tierra la que irrumpe en los espacios reprimidos y engañosos del fascismo para contar otra historia: la posibilidad de una plenitud que ensanche el mundo en lugar de contraerlo y empobrecerlo. El «descubrimiento» de Lascaux en el contexto de la Segunda Guerra Mundial pone de manifiesto la posibilidad y la promesa de tales supervivencias: la supervivencia del llegar a ser, la supervivencia a través de las épocas del tiempo geológico, las supervivencias que anticipan el futuro en su capacidad de existir como posibilidad cargada de significado, y, a su vez, el frágil poder y la política de la pervivencia en el tiempo.
Lascaux llegó al mundo junto con Auschwitz. Otra figuración de vida, abrumadoramente animal, se abría debajo de la tierra para ofrecer, justo en ese momento de violencia, un gesto de amistad hacia la política del presente. Estos dos signos comparten un momento natal, representando, respectivamente, la posibilidad del tiempo y su aniquilación, algo otorgado al tiempo de manera exuberante y algo exterminado de él. Uno es el comienzo del lenguaje, el otro es su muerte. No precisamente orígenes y finales, como sí una ontología de posibilidades y potencialidades dentro del gesto del tiempo.
En el descubrimiento de Lascaux se nos entrega poesía. En Auschwitz se nos entrega la lucha del lenguaje y el rechazo de la poesía (como dice Maurice Blanchot, el escritor y filósofo, el lenguaje no es destruido por Auschwitz, pero nos hacemos conscientes del peso intolerable que deben soportar sus silencios).⁵ Ambos silencios se convierten en una interrogante de cómo habla la ausencia y qué rastros deja la escritura. Berger comenta: «La cavidad en cuestión es un pequeño hueco de resistencia. Una cavidad se forma cuando dos o más personas se ponen de acuerdo y se reúnen. […] Y esos intercambios refuerzan inesperadamente nuestras convicciones».⁶
Al unirse escritor y lector —un lector de dibujos, un seguidor de líneas en cuevas paleolíticas—, una solidaridad da paso a una conexión política que trasciende las derivas continentales y los desplazamientos temporales. Los actos privados de solidaridad con el futuro potencian el presente político. Esas marcas —el arte hecho en el subsuelo— son una manera de ofrecer solidaridad —revelando lo que la filósofa Elizabeth Grosz llama la «muesca del tiempo»⁷— y de hacer evidente la posibilidad y el potencial de extenderse más allá de la propia piel. Imponderables cósmicos. El arte del subsuelo es del futuro. La exploración de las fuerzas que nos llevan al futuro exige también que reconozcamos las fuerzas que vibran a través del tiempo, a través del cosmos, a través de diferentes climas para formar parte de la humanidad que hemos devenido. Esta herencia, que en parte proviene de la capacidad de aceptar las fuerzas inciertas del universo y sobrevivir, pervive en el arte del Pleistoceno. Efectúa su paso a través del tiempo para estar vitalmente presente en el momento mismo de la muerte orquestada.
Cuando escribía sobre las pinturas en las cuevas del Paleolítico,⁸ una de las cosas que más me sorprendía al examinar los masivos tomos de arte rupestre —y sus afirmaciones grandilocuentes sobre la evolución de la subjetividad humana— eran las discretas notas a pie de página en aquella gran narrativa del «Hombre»: el hecho oculto y apenas mencionado de que no se trataba de cuevas habitadas.
Casi todas las pinturas rupestres fueron hechas en solitario, en la oscuridad, a menudo con siglos de diferencia, por individuos que recorrían vastas distancias a través de complejos subterráneos anegados. Es decir, este arte rupestre fue pintado para la oscuridad, para la continuidad de la vida en el más secreto e inhumano de los lugares. No se trataba, como suelen pensar los antropólogos, de grandes representaciones sociales de cine cavernario para movilizar grupos o marcar avances territoriales. El arte no creaba propiedad. Por el contrario, podrían verse como un acto de solidaridad respecto a las posibilidades del futuro; un modo distinto de territorialización esperanzadora. Blanchot imaginó que la comunidad se creaba en la escritura, y que la propia escritura era una especie de práctica comunista. No del tipo que enseguida introduce partidos políticos y dogmas al mundo —aunque puede ser el detonante hacia formas más institucionales de sedimentación. Blanchot pensaba que la escritura era una forma de generosidad comunista que introducía ese acercamiento al mundo.⁹ La generosidad de la escritura era —como la quema del campo por los aborígenes— un fuego que hacía arder semillas enterradas, liberando energía para que algo se abriera y brotara al mundo, transformando el paisaje.
El acercamiento a una comunidad que aún se está gestando cuestiona lo que puede hallarse en el presente y en la inmediatez de las relaciones, al tiempo que apunta a una intimidad e identificación con extraños. La responsabilidad con el futuro, con lo invisible e indecible, mantiene abierta la posibilidad, en sus momentos más generosos, a una relación a través del tiempo y el espacio. Las imágenes se mantienen aferradas a las rocas bajo la superficie pese a los catorce mil años de deriva continental. La responsabilidad del escritor, según Blanchot, era hacia el rastro del lenguaje: comunicar y a la vez localizar nuevos modos de comunicación que arrojen libertad al mundo. Eso era lo que hacía la solidaridad, como una flecha encendida, o la luz curvada de un faro atravesando el mar nocturno. De la misma manera en que lo hacen los voluntarios que vigilan barcos en el Mediterráneo, atentos a voces en las transmisiones, monitoreando el clima, intentando mirar a través de las olas y en lo más oculto de la noche para encontrar lo que está ahí, lo que se puede ver, pero nos negamos a reconocer.
No es fácil ver esta comunión como una de las formas más necesarias y vitales del trabajo político, pero abrirse a las experiencias que van más allá de las nuestras puede ser una forma de responder a las organizaciones de poder actual que niegan esta solidaridad por encima de las diferencias. Sus marcas sociales pueden terminar, como los huesos de los animales, molidas en diversas épocas, pero esta incertidumbre es el reto de la noche. Que este trabajo se haga en solitario, en la oscuridad, marca las condiciones de una forma de socialización que se abre más allá de sus propios horizontes y expone una totalidad que vive más que nuestros huesos.
Cuando estudiaba en la universidad, haciendo mobiliario y tratando de adquirir una cierta noción de libertad dentro de los postulados de la posmodernidad (por todas las vías ingenuas disponibles a una estudiante), me impresionaba mucho el recuento que hacía John Berger de sus intercambios con los zapatistas. Su mensaje, su deseo, según lo transmitía Berger, era que sus voces fueran escuchadas más allá de las cuevas donde se escondían. Recuerdo —no sé si correctamente o no— las posdatas que insistían en la posibilidad de su lucha y la fuerza que surgía de la capacidad de existir en otros lugares y tiempos. Más allá del peligro de ese urgente confinamiento claustrofóbico, transmitían la necesidad de un futuro y el deseo persistente de encontrar solidaridad en él. Lo que me impresionaba en el momento, y en la escritura de John Berger desde entonces, era la resistencia hacia cualquier proyecto de legado en la reproducción del poder, pero también su deseo de simplemente existir, de persistir en la posibilidad de otra manera de ser, que era negada por la violencia del momento.
Lo volví a sentir, recientemente, en un evento en el East End de Londres, donde una transmisión en vivo mostraba a un grupo de teatro en Gaza ensayando una adaptación de Guerra y paz, de Tolstói (un año después de la guerra en Gaza), a fin de recaudar fondos para una producción completa.¹⁰ Después del evento principal, las audiencias en ambas ciudades tuvieron la oportunidad de conversar entre sí. Al principio, la actuación amateur, la selección de la obra y sus conexiones con la conformación de Europa parecían forzadas e incómodas, pero de pronto, debido a esta disonancia, y a pesar de ella, la extraña fusión de roles cobró vida. Cuando las audiencias hablaron, el mensaje que se repetía a través de distintas voces en Gaza era: existimos, persistimos a pesar de todo y de cada intento de aniquilarnos. La existencia les daba justamente la posibilidad de interpretar otros roles, de ensayar otra versión de Guerra y paz acorde a la versión del presente político que vivían. Los gestos exagerados de despotismo napoleónico adquirían, de alguna manera, humor y fuerza. A pesar de todos los intentos de la comunidad internacional por ignorar la posibilidad de reconocimiento, la representación de la obra fue una suerte de eco histórico que reverberaba en las circunstancias del presente. El llamado era cálido y gracioso, logrado mediante el derecho al teatro, el derecho a la luz, usando el generador eléctrico auxiliar para permitir las condiciones en que las personas pudieran reunirse y compartir un espacio imaginativo, un mundo con mayores posibilidades mientras duraba. Esta «visión interdisciplinar es necesaria para conectar los “campos” que institucionalmente se mantienen separados. Cualquier visión similar está destinada a ser política, en el sentido original de la palabra. La premisa del pensamiento político en una escala global es contemplar la totalidad del sufrimiento innecesario que se está produciendo».¹¹
La promesa de la existencia, de tener un futuro, necesita que se mantenga abierta la cavidad a otro tipo de relación con el mundo que aquella impuesta implacablemente por el invasor. Tales actos —Tolstói en Palestina, pinturas paleolíticas en cuevas— exponen lo subterráneo a la vista como una forma de conciencia del mundo. Sugieren que hay lugares secretos, ocultos en la tierra, cuya continuidad agota las inequidades actuales. Esas fuerzas no empequeñecen el presente, sino que subtienden sus posibilidades, ofreciendo un respiro del fascismo sofocante. Tales cavidades, en palabras de Grosz, «agrandan el universo al permitir que su potencial sea otro». Estos espacios en el tiempo se nos dan como obsequios, libremente y sin esperar nada a cambio, «pero en ese abordaje del futuro, entre otras cosas, estamos abordando también la cuestión de la esperanza».¹² El tiempo existe para transportar una fuerza. No una estructura de intercambio previa, sino el acto de intentar abrir una grieta en la propia temporalización del universo.
Cuando vuelvo al primer artículo que leí de John Berger, me parece que las palabras que el subcomandante Marcos le escribe sirven como posdata oportuna a estas cavidades hechas en un gesto del tiempo:
Esto que les cuento fue hace quince años. Hace treinta, algunos arañaron la historia y, sabiéndolo, empezaron a llamar a otros muchos para que, a fuerza de rayones, rayitas y rayas, acabara por romperse el velo de la historia y se viera al fin la luz, que esa, y no otra cosa, es la lucha que nosotros hacemos. Así que, si nos preguntan qué queremos, sin empacho responderemos: «Abrirle una rendija a la historia».¹³
Abrirle una rendija a la historia es despertar el lenguaje. Darle vida y aspirar a formas de relacionarse que han sido evacuadas por las ocupaciones actuales. Es un gesto hacia el futuro, para expandir lo subterráneo, para tartamudear, para lidiar, mediante gestos imprecisos, con una toma de conciencia del tiempo.
¹ John Berger, «Past Present», en The Guardian, 2002 [Aquí nos vemos, 2005]. Las versiones en español de las citas son del traductor, excepto esta, de Pilar Vázquez.
² Anne Michaels, The Winter Vault, 2009 [La cripta de invierno, 2010].
³ John Berger, «The Chauvet Cave», en The Shape of a Pocket, 2001 [El tamaño de una bolsa, 2017].
⁴ John Berger, «Past Present».
⁵ Maurice Blanchot, L’amitié, 1971 [La amistad, 2007].
⁶ Kathryn Yusoff, «Geologic Subjects. Nonhuman Origins, Geomorphic Aesthetics and the Art of Becoming Inhuman», en Cultural Geographies, 2014.
⁷ Elizabeth Grosz, The Nick of Time, 2004.
⁸ Kathryn Yusoff, obra citada.
⁹ Maurice Blanchot, L’entretien infini, 1969 [La conversación infinita, 2008].
¹⁰ Theatre for Everybody (Gaza) y Az Theatre (Londres) crearon y produjeron una nueva versión en árabe de la obra.
¹¹ John Berger, Hold Everything Dear, 2007 [Con la esperanza entre los dientes, 2010].
¹² Elizabeth Grosz, Time Travels, 2005.
¹³ Subcomandante Insurgente Marcos, carta a Rodolfo Peña, septiembre de 1999, en Nuestra arma es nuestra palabra. Escritos selectos, 2001.
Traducción del inglés de Jacobo Zanella.
Un gesto del tiempo. Construcciones sobre la escritura a partir de un texto de Kathryn Yusoff. Esciben: Anne Boyer, Guy Davenport, Vilém Flusser, Verónica Gerber Bicecci, Tim Ingold, Robin Wall Kimmerer, Chantal Maillard, Cynthia Rimsky, Francisco Serratos y Horacio Warpola. Edición de Pablo Duarte.